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  • Entrevista a Alain de Benoist en Boulevard Voltaire.

    Entrevista al filosofo francés Alain de Benoist hace apenas unas horas en Boulevard Votaire acerca de los recientes atentados deParís.

     

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    Unas opiniones de Alain de Benoist sobre Charlie-Hebdo y el atentado.

    - Más allá de la indignación legítima sobre la masacre perpetrada en los locales de Charlie, ¿qué lecciones pueden extraerse de este acontecimiento? ¿Es preciso ver, como han hecho algunos medios, la prueba de que una “guerra total” se ha declarado entre el islam y la cristiandad, entre Oriente y Occidente?

    - La forma abominable com han sido masacrados los colaboradores de Charlie Hebdo nos ha conmovido, naturalmente. Y lo que resulta más difícil cuando la emoción lo inunda todo, es conservar la razón. Y esto hoy es lo más necesario. Imponerse una distancia interior que permita analizar el acontecimiento y extraer lecciones. ¿Frente a qué nos encontramos? Frente a una forma nueva de terrorismo, inaugurada en Francia con los casos de haled Kelkal y Mohammed Merah. Se distinguen olas de terrorismo precedentes (los atentados del 11-S o el atentado de Madrid), que eran concebidos y puestos en marcha a partir del extranjero por grandes redes internacionales organizadas.

    Aquí, estamos ante atentados concebidos en Francia por individuos que han ido radicalizándose de manera más o menos autónoma. Han pasado progresivamente de la delincuencia al yihadismo, pero a menudo han recalado en el yihadismo. Son de una gran sangre fría, saben utilizar armas y son perfectamente indiferentes ante la vida de otros. Al mismo tiempo, son aficionados, como los hermanos Kouachi que deciden diezmar una redacción “para vengar al profeta”, pero empiezan por equivocarse de dirección, dejan huellas por todas partes, no prevén ninguna estrategia de repliegue y olvidan su carné de identidad en el coche que acaban de abandonar. Aficionados imprevisibles, lo que les hace tanto más peligrosos.

    Es preciso estar atento al contagio mimético. La misma lógica mimética que ha suscitado la comunión emocional de las concentraciones expontáneas en favor del Charlie Hebdo no van a faltar émulos potenciales de Merah, de los hermanos Kouachi o de Amedy Coulibaly. Imaginen l histeria social que podría provocar la repetición a breves intérvalos de atentados tales como el que acabamos de presenciar. Se han visto cosas similares en el pasado. A esto se le llama “estrategia de la tensión”.

    Es preciso evidentemente hacer la guerra a los que nos la hacen, y hacerla con todos los medios necesarios. Pero hablar de “guerra total” no quiere decir gran cosa. Los yihadistas (o los imanes que lanzan fatwas) son tan representativos del islam como el Ku Kux Klan es representativo de la cristiandad. No son los yihadistas, sino los occidentales quienes han agitado el espectro del “choque de civilizaciones” que emplearon en desestabilizar a todo el Próximo Oriente y eliminar a todos los jefes de Estado árabe-musulmanes que, desde Saddam Hussein a Gadafi habían erigido barreras contra el islamismo radical. La necesidad de luchar contra las consecuencias inmediatas no debe hacer olvidar la reflexión sobre las causas primeras.

    - No es la primera vez que una revista es atacada de forma violenta. Recordamos especialmente atentados contra Minute o Le Choc du mois, afortunadamente sin víctimas que lamentar. Sin embargo, en esas ocasiones existió menos empatía con esas acciones que pudieron ser mortales. ¿Dos pesos, dos medidas?

    - Digamos que si, en lugar de emprender con la redacción de Charlie Hebdo, los terroristas la hubieran emprendido contra la revista Valeurs actuelles, es muy probable que las reacciones no hubieran sido las mismas. No hubiéramos visto florecer los «Yo soy Valeurs» como hemos visto florecer el «Yo soy Charlie» (del verbo “ser”, supongo, no del verbo “seguir”). La clase política gubernamental no habría hablado ciertamente de “unión nacional” (tema mistificador por excelencia, por otra parte, pues una tal “unión” beneficia siempre a los que detentan el poder y quieren beneficiarse de un consenso). Contrariamente a su predecesor Hara Kiri, Charlie Hebdo, revista liberal-libertaria, se había convertido en uno de los órganos de la ideología dominante. Ésta sabe reconocer a los suyos.

    - Se nos dice de manera unánime que Charlie Hebdo había hecho de la libertad de expresión su caballo de batalla. Pero el quid de sus campañas de delación ¿les habían llevado a poner a Richard Millet a la puerta del comité de lectura de las Éditions Gallimard, a remitir a Fabrice Le Quintrec de France Inter, o a Robert Ménard et Éric Zemmour de Télé? La libertad de expresión puede tener límites?

    - Basta de hipocresía. El 26 de abril de 1999, los dirigentes de Charlie Hebdo habían llevado al ministerio del interior 173.700 firmas reclamando la prohibición del Front National. En materia de defensa de la libertad de expresión ¡podía hacerse mejor! Hace solo unas semanas, Manuel Valls declaraba que «el livre de Zemmour no merece que se lea», mientras qe otro ministro pedía sin la más mínima vergüenza que «los platós de TV y las columnas de los diarios cesen de albergar tales propósitos». Y no hablemos ya del mismo affaire Dieudonné. Dicho esto, seamos justos: entre los que celebran la libertad de expresión cuando se trata de Zemmour, hay desgraciadamente muy pocos que estarían dispuestos a reclamarla para sus adversarios. Pero, « la libertad es siempre la libertad de aquel que piensa de otra manera » (Rosa Luxemburgo), lo que quiere decir que no tiene mérito defenderla más qe cuando se está dispuesto a que también se beneficie aquellos a los que se execra. Pero esto es precisamente lo que rechaza la ideología dominante, comprendida en los Estados Unidos, donde el primer mandamiento permite a cada uno decir o escribir lo que quiera, pero donde las opiniones no conformistas son aún más marginalizadas de lo que lo están en Francia. Al igual que el derecho al trabajo no crea jamás un puesto de trabajo, el derecho a hablar no garantiza la posibilidad de ser escuchado.

    http://www.bvoltaire.fr/…/charlie-hebdo-journal-liberal-lib…

     

  • El Mito de las tres culturas en España Sobre los mitos de las historias políticamente correctas actuales

    El Mito de las tres culturas en España

    Sobre los mitos de las historias políticamente correctas actuales

    por Serafín Fanjul

    ¿Cuál es la verdadera identidad de España?. La pregunta casi aburre, sobre todo tras

    la conversión en categorías de alcance cósmico de otras identidades mucho menores, en

    algunas regiones del país. Durante los años del nacional catolicismo se perfiló una

    imagen de cartón piedra que, por necesidad había nutrirse de la tradición heredada y del

    hecho innegable, de que la Península desde el siglo XI -crucial en su destino- comenzó

    de manera inexorable su vuelta a la gran área cultural y religiosa de la latinidad. Si ello

    fue bueno o malo queda a la libre estimación del opinante, pertrechado cada quien con

    su infalible catecismo bajo el brazo.

    Sin embargo, una vez desaparecidos en los últimos años los factores de coerción

    ideológica, la reacción hacia el otro extremo no se hizo esperar, y si antes se siguió

    como modelo y patrón histórico la pretensión de lo eterno español simbolizada en

    "reclamarse de los godos" -como en la Francia del Antiguo Régimen legistas e

    historiadores, si no de los godos, sí "se hacían de los francos"- a partir de finales de los

    sesenta la moda vino a dar en el rechazo de todo cuanto no implique la prefabricación

    de exóticos hechos diferenciales que sostengan y legitimen la no siempre santa política

    local de esta o aquella región, al menos en el plano retórico. En Andalucía sobre todo,

    por lo que hace al factor árabe. Para tal efecto se acudió a obviedades como dejar bien

    sentado que los españoles actuales somos resultado de las distintas aportaciones de

    pueblos diversos, de las aculturaciones, influencias o pérdidas a que se vio sometido el

    país entero. Del saldo general de la historia, en suma. Nadie niega tal postulado, pero el

    conflicto empieza apenas intentamos delimitar cuáles son los elementos dominantes o

    mayoritarios, en nuestros gustos, comportamientos, sentires, adscripción a una u otra

    manera de ver el mundo, con qué y con quiénes nos identificamos o cuál es nuestro

    concepto sobre el grupo humano a que pertenecemos. A partir de los viajeros escritores

    del Romanticismo europeo y de la corriente historiográfica, cuyo principal exponente es

    Américo Castro, se ha ensamblado, con piezas muy heterogéneas, otra imagen que,

    como mínimo, requiere una revisión y crítica, sin ensañamiento pero sin complacencias.

    Del sepulcro del Apóstol, la espada del Cid y las joyas de la Reina Católica se ha

    pasado en un cierraojos -y eliminando por pecaminoso todo, lo anterior- a los surtidores

    del Generalife, los ojos negros de las sevillanas (sin remisión, de origen árabe) y la

    exquisita convivencia de las tres culturas en una España medieval no menos imaginaria

    que la manejada por la hagiografia contraria. De unos mitos fundacionales se ha pasado

    a otros, sin solución de continuidad, idénticos los mecanismos acríticos utilizados con la

    diferencia a favor de la primera, tal vez, de la mayor solidez de los hechos en que se

    basa, pues a fuerza de evidentes y sabidos, se olvidan y marginan. Nos guste o no, la

    Península Ibérica es un territorio europeo, con una larga trayectoria de afirmación de tal

    identidad (desde ese siglo XI antes mencionado), unas abrumadoras raíces culturales y

    lingüísticas adscritas al mundo neolatino y un predominio secular del cristianismo.

    Características nunca borradas en su totalidad y dominantes en proporción absoluta

    desde la misma Edad Media. No se trata de la Hispania Eterna que -según dicenpropugnaba

    Sánchez Albornoz, sino de procurar el esbozo del problema en términos

    menos grandiosos y excepcionales, entendiendo que los fenómenos sociales aquí

    acaecidos en el fondo y en las formas no difieren mucho de los habidos en otras

    latitudes europeas, africanas o asiáticas, pese al cúmulo de matices que, sin duda,

    conforman nuestra cultura y nuestra sociedad. De modo nada paradójico, Castro y

    Sánchez Albornoz vienen a coincidir por vías opuestas en el carácter especialísimo de

    nuestra historia y nuestro país.

    La simbiosis del uno o la antibiosis del otro se dan de bruces con las evidencias de

    fenómenos similares en distintos lugares y momentos en regiones del globo apartadas o

    próximas. El esfuerzo investigador y erudito de Albornoz se ve contrapesado por las

    estupendas aseveraciones de Castro: «En España (en la verdadera España, no en la

    fraguada por los cronistas)»; «todo lo cual refuerza la sospecha de que la vida de los

    españoles ha sido única; para mi espléndidamente única». Por descontado que la

    verdadera España es la que él propone unívoca en su realidad y sus interpretaciones

    correspondientes: fuera de él sólo existe el error. Así medra la idea, repetida hasta la

    saciedad, del carácter singularísimo y paradisíaco -agregan con frecuencia- de aquel

    lugar sin parangón posible, cuyas tolerancia, exquisitez literaria y convivencia sin

    mácula sirven para adornar los discursos de los políticos profesionales o, so color de

    abrirse a todas las etnias, lenguas y religiones (principio irrebatible, en abstracto),

    ignorar la realidad cotidiana y presente, mucho más roma y menos sugestiva. La idea de

    que la España musulmana primero, y en parte la cristiana, después, fue un paraíso

    prolifera. Obras como La España árabe. Legado de un paraíso, de I. y A. von der Ropp,

    Mª Casamar y Ch. Kugel, menudean entre periodistas, ensayistas, escritores varios. Y

    que los hechos históricas sabidos y comprobados, con no menor asiduidad, no

    concuerdan con ese enfoque edulcorado no arredra a los practicantes de esta nueva

    religión

    Pocos son los españoles que se toman el trabajo de leer en directo las crónicas

    antiguas, los cancioneros poéticos, las colecciones de refranes, por no hablar de las actas

    notariales o los libros de repartimientos, la información de primera mano de' que

    disponemos, tan aficionada como es nuestra gente a leer de oídos. De tal suerte, las

    aproximaciones más serias y objetivas quedan circunscritas al ámbito, de peso

    menguante sin cesar, de los especialistas, cuya mera mención provoca ronchas en los

    divulgadores de la Nueva, por lo general bien situados en los medios de comunicación.

    De lo pequeño y cercano podemos pasar a lo grande y distante; Portugal o el

    continente africano arrastran similares tópicos, iguales distorsiones buscadas y

    reiteradas, durante siglos por viajeros y editores europeos. Y, por supuesto España.

    Misterio, embrujo, tipismo, duende, exotismo pintoresco... se hallan, si se buscan, e

    inducen, v.g. a P. Mérimée, a desdeñar la mayor parte de la arquitectura española por

    ser «demasiado parecida a la suya», en tanto adjudica un imposible carácter árabe a la

    gótica Lonja de Valencia, del mismo modo que considera «auténtica belleza

    musulmana» a una señora vizcaína. En otras ocasiones el origen de la distorsión procede

    de equivocadas ideas científicas del pasado que proporcionan, desde la cómoda

    perspectiva actual, sabrosas mofas a críticos superficiales. La proyección hacia tiempos

    pretéritos de los conceptos, conflictos y enfoques de nuestro tiempo ha generado graves

    errores de apreciación, tanto en investigadores serios como en meros publicistas. Unos y

    otros rivalizan en la idealización de un pasado que demuestran conocer bastante mal,

    porque acusar al Cid, v.g. de limpieza étnica en Valencia (Pere Bonín, Diario 16, 13-9-

    95), con absoluto desprecio de la historia y simplificando con imágenes del presente la

    condena del pasado que, a su vez, se reinstrumentaliza para poner en solfa por vía nada

    indirecta a la Castilla de ahora, es desconocer que la repoblación con cristianos -y sin

    expulsión de musulmanes- en Valencia data de un siglo y medio más tarde de la muerte

    del Cid; y, en todo caso, fue obra de aragoneses y catalanes, no de castellanos. Por

    añadidura, tal vez no sea en balde recordar que los musulmanes de la otra orilla del

    Estrecho llevaban muchos siglos de antelación en la política, mediante coacciones, de,

    absorción cultural y religiosa de las poblaciones sojuzgadas por el Islam, pues en ese

    contexto de represalia réplicas y enfrentamiento de civilizaciones, fe y cosmovisión

    estimamos debe realizarse el análisis de nuestro pasado, no ocultando los choques, si

    queremos entender y tratar de corregir las demasías de antaño (por ambas sociedades,

    claro).

    La principal fuente nutricia de este replanteamiento iconoclasta suele ser Américo

    Castro, y muy en especial su obra La realidad Histórica de España, tomada más como

    nueva Biblia que como materia de discusión y con traste, confundiéndose el rechazo del

    trasfondo ideológico y deformador del nacional catolicismo, tantas veces hilarante, con

    la condena cerrada de cuantas apoyaturas históricas éste utilizó. Una postmodernidad

    gozosa, en su alienación ha rematado el resto. Así pasan por artículo de fe las luminosas

    enseñanzas que tanto repite J. Goytisolo, afirmaciones difíciles de mantener, debiendo

    ser historiadores extranjeros nada sospechosos de imperialistas filipinos (F. Braudel, H.

    Kamen, Joseph Pérez, Elliot Lapeyre) quienes desde la objetividad que les confiere el

    distanciamiento y el no hallarse implicados en nuestros complejos de inferioridad y

    autohumillación como vía para la purificación -exigida por el mismo Castro- ofrezcan

    datos, ideas y llamadas al sosiego. No es nuestro objetivo presentar un inventario de las

    exageraciones de don Américo, ni siquiera resumido, pero los historiadores citados, y

    otros españoles, han aportado documentación más que suficiente que rebate por si sola

    la más reiterada e insostenible de las pretensiones; de Castro, condensada en una

    rehahíla de noes: no comercio, no trabajo manual, no artesanía, no agricultura, no,

    pensamiento, no cultura, no curiosidad intelectual... a no ser que sus cultivadores fuesen

    judíos o marranos. De forma campanuda concluye: «no se produjo ninguna actividad

    científica original y por sí sola válida». Cuando un ejemplo no encaja con su pretensión,

    como es el caso de P. Madoz por él mismo citado, despacha la contradicción

    calificándola de «sorprendente». Y andando. Los hechos probados, sin embargo, corren

    por otros rumbos: hasta en Valencia (donde más moriscos había) la agricultura de

    regadío, las industrias urbanas y el comercio a, gran escala estaban mayoritariamente en

    manos de cristianos viejos, como señaló Lapeyre; las aportaciones españolas en

    cosmografía y geografía, por mor de los descubrimientos, fueron decisivas para el

    conocimiento y noción de conjunto del planeta (el mapa de Juan de la Cosa es de 1500

    ); la enumeración exhaustiva de científicos que J. Juderías, por ejemplo detalló en las

    más diversas disciplinas (filosofía, medicina, botánica, lingüística, mecánica, etc.) es

    desdeñada olímpicamente. Nuestra perplejidad es grande: ¿quién construyó todo nuestro

    legado arquitectónico desde la Edad Media? ¿Fueron sólo alarife moriscos? ¿Que

    porcentaje de mudéjares verdaderos participó, en la práctica, hasta en las construcciones

    de orden mudéjar? ¿Los inexistentes pintores y escultores criptomusulmanes pintaron y

    esculpieron lienzos y estatuas? ¿La inmensa literatura del Siglo de Oro fue en su

    totalidad obra de marranos? ¿De dónde se sacan los epígonos de don Américo que

    Cervantes era pro-árabe? ¿Qué motivos de simpatía podía albergar hacia esa sociedad

    tras su durísimo cautiverio en Argel? ¿No se están mezclando los vacíos, incapacidades,

    enquilosamientos posteriores a la mitad del XVII con las décadas y siglos anteriores en

    que la pujanza y vigor del país entero propició empresas de la dimensión de la

    exploración, conquista y colonización llevadas a cabo en América y el Pacífico? ¿No

    fue este gigantesco esfuerzo posterior a la expulsión de los judíos? ¿No corrió en su

    mayor parte el peso de tal movimiento sobre los hombros de Castilla (es decir, desde

    Estaca de Vares a Cartagena y de Fuenterrabía a Gibraltar)? ¿Cómo se puede olvidar

    que la decadencia cultural y militar y científica vino más de factores económicos que

    por el destierro de minoría ninguna? ¿El despoblamiento por pestes, emigración, guerras

    y la política de hegemonía en Europa, con su consiguiente sangría impositiva, no fueron

    más responsables del hundimiento económico? ¿Por qué debemos seguir aceptando,

    silentes y humillados, que manifestar una sola palabra favorable o respetuosa, o de mera

    matización, hacia otros españoles pretéritos, de actos buenos y malos (con predominio

    de los primeros), sea sinónimo de fascismo? ¿Cuándo la izquierda española, heredera de

    los complejos y tabúes de la guerra civil, será capaz de asumir nuestra historia o, al

    menos, de leerla? ¿No estaremos ante el caso más notorio y flagrante de lo que Julián

    Marías denomina la «fragilidad de la evidencia» («El hombre prefiere lo que se dice,

    sobre todo si se le repite con énfasis y autoridad, o con la reiteración y eficacia de los

    medios de comunicación, a lo que entra por los ojos o debería penetrar en la mente»)?

    A. Castro proclama «la básica estructura cristianomoruno-hebraica de la sociedad

    española», adjudicando un carácter semítico a los españoles (árabe y judío) de donde

    vendría, por ejemplo, nuestra intransigencia religiosa, con lo cual incurre en una

    peligrosa simplificación que abocaría al ineludible carácter semítico de todo el

    continente por la intolerancia, persecuciones y degollinas perpetradas con igual

    entusiasmo por protestantes y católicos a lo largo de las guerras de religión hasta la Paz

    de Westfalla y perpetuadas a través de una segregación de hecho en la convivencia hasta

    tiempos cercanos. Por ende, es peligroso jugar con las palabras, porque el. gentilicio

    «semítico» es demasiado vago e inconcreto; Sobre una remota comunidad lingüística

    (que no racial), que se remonta a varios milenios antes de Cristo, se pretende construir

    una identidad de objetivos, reacciones, sentimientos, etc., en la Península Ibérica

    medieval, o, dicho de otro modo: ¿los musulmanes de origen árabe cierto, en los siglos

    XI, XII, XIII, se sentían partícipes de una comunidad espiritual y de identidad con los

    judíos y sus coetáneos?, ¿Cómo meter a todos en el mismo saco con tanta frivolidad?

    Sin embargo, Castro multiplica las afirmaciones de ese jaez: «Tan españoles los unos

    como los otros todavía en aquella época»; «las tres religiones, en 1300, ya españolas,

    conviven pacífica y humanamente»; «imposibilidad de separar lo español y lo sefardí»...

    El procedimiento de exhibir -por parte de la mitología conservadora-, para forjar un

    pasado nacional lo mas antiguo posible, como españoles a personajes de la historia

    romana (Séneca, Trajano, Marcial, etc.) e incluso prerromana (Viriato, «lusitano»), tan

    del gusto de Sánchez-Albornoz, es adoptado con igual fervor por su adversario, si bien

    éste rechaza, con buena lógica, a «pastores lusitanos», romanos y visigodos como

    partícipes de las connotaciones del ser español. Pero tan insostenible es considerar tal a

    San Isidoro como a lbn Hazm o Maimónides, pertenecientes a culturas netamente

    diferenciadas de la nuestra -y conscientes de serlo- y enfrentadas incluso al germen (la

    Hispania medieval cristiana) de lo que tras un proceso de unificación y desarrollo

    terminaría cristalizando en una identidad común. No obstante, para nuestro interés en

    estas páginas debemos hacer hincapié en una de las pretensiones de Castro y los

    castristas mas aireadas y utilizadas por alcaldes, presidentes de diputación y. políticos

    en general cada vez que acuden al florilegio retórico de las 3 culturas. Nos referimos a

    la supuesta convivencia pacífica y humana de las tres lenguas, las tres culturas y las tres

    religiones. En los últimos años este monótono ritornelo viene siendo manejado de

    manera rutinaria hasta el hastío por gentes cuyo conocimiento de la Edad Media y de las

    sociedades árabe y judía es, al menos dudoso. La fragilidad de la evidencia de J. Marías

    resurge tan campante y no basta, al parecer, con que experiencias muy próximas,

    contemporáneas nuestras de ahora mismo, en Líbano, Turquía o Yugoslavia nos alerten

    acerca de la realidad de esa imaginaria convivencia fraternal y amistosa de etnias,

    religiones y culturas: con satanizar y culpabilizar de todos los males a una de las partes

    implicadas suele resolverse la contradicción patente entre los hechos y los buenos

    deseos.

    Ese panorama de exquisita tolerancia (la misma palabra ya subsume que uno tolera a

    otro, o sea, está por encima), cooperación y amistad jubilosa entre comunidades se

    quiebra apenas iniciamos la lectura de los textos originales y se va configurando ante

    nuestros ojos un sistema de aislamiento entre grupos, de contactos superficiales y

    recelos permanentes desde los tiempos mas remotos (el mismo siglo VIII, el de la

    conquista islámico) es decir, un régimen más parecido al apartheid sudáfricano, mutatis

    mutandis, que a la idílica Arcadia inventada por Castro. Que los poderes dominantes -

    primero musulmán y luego cristiano- oprimieran concienzudamente a las minorías y

    poblaciones sometidas en general, es un incómodo aspecto de la cuestión, obviado

    mediante :él mismo expediente empleado en el caso yugoslavo: una nebulosa maldad

    intrínseca a «los cristianos», «los castellanos» o «los almoravides» sirve para no

    abordar, con el esfuerzo consiguiente, las raíces del problema, la enorme dificultad de

    conseguir inculcar respeto hacia el otro, de evitar la automarginación y marginación

    simultáneas de comunidades enteras, de superar de la noche a la mañana prejuicios,

    tabúes y temores engendrados a lo largo de siglos por razones muy concretas (choques y

    abusos, mutuos) subsistentes en la conciencia y la memoria colectivas.

    La ingenua declaración de A. J. Toynbee en el sentido de que árabes e Islam están

    libres de veleidad o propensión racista alguna no soporta el más leve cotejo con la

    realidad. La literatura árabe es un venero inagotable de ejemplos. Y si los no

    musulmanes en al-Andalus eran «considerados ajenos a la sociedad en su conjunto», el

    jurisconsulto al-Wanxarisi niega a los musulmanes la licitud de quedar en territorio

    cristiano, entre otras causas, por la posibilidad de que incurran en cruces matrimoniales

    mixtos. Que algunos árabes al reclamarse por Qurayxíes (la tribu de Mahoma)

    pretendan con ello ser los mejores de los árabes y por tanto del género humano,

    meramente constituye una manifestación no poco acomplejado, en el más favorable de

    los juicios, pero -como es natural- no representa nada serio, aunque sí explica (esa

    pretensión de hacerse de los árabes puros, como la de hacerse de los godos entre

    nosotros, o de los francos en Francia) la pervivencia hasta el reino de Granada de gentes

    que se decían descender de los conquistadores del siglo VIII, aunque lbn Hazm en su

    Yamhara comprueba el reducido número de linajes árabes arraigados en la Península y

    lo imitados y dispersos que vivían en el siglo XI, señalando la cifra de 73. Nuestro

    maestro Elías Terés subió el número hasta 86, completando a Ibn Hazm con In Said (S.

    XIII) y al-Maqqari (s. XVII). En todo caso la aportación racial árabe fue muy exigua.

    Tampoco los judíos eran numerosos ni en la España cristiana ni en al-Andalus.

    Constituían comunidades muy cohesionadas y cerradas, bien situadas económicamente

    pero en ningún modo populosas. En el mismo siglo XI la cifra máxima, propuesta por

    E. Ashtor alcanza un total de 50.000, si bien Isaac Baer concluyó que su número era

    mucho más reducido, como veremos. Sin embargo la gran aportación ideológica de los

    hebreos al pensamiento racista -y muy anterior a la España medieval- fue su concepto

    de «pueblo elegido», con: el correlato de que la sangre fuera determinante para la

    pertenencia o no al grupo y por, consiguiente para los derechos que se detentan, o no,

    dentro de él. En el Deuteronomio se establece que bastardos, ammonitas y moabitas

    quedarán excluidos de la Casa de Dios, conminando a los israelitas a no entregar sus

    hijos e hijas en matrimonio a los hijos de otras gentes. La raza sagrada no debe

    contaminarse mestizándose con otras, según el Libro de Esdras. El concepto de pureza

    racial surge, pues, de la tradición bíblica. Y que, andando el tiempo, tal noción se

    volviera contra los mismos judíos no fue nunca obstáculo para alimentar una actitud

    mantenida durante milenios como la mejor garantía de la pervivencia del grupo. Por ello

    en la literatura hispano-hebrea menudean las muestras de hostilidad hacia cristianos y

    musulmanes (que pagaban con la misma moneda). Dice Yehuda Haleví (s. XII):

    De Edom [los cristianos] nunca te olvides.

    La carga de su yugo

    ¡qué amarga es de sufrir

    y cuán grave es su peso...!

    El hijo de mi esclava [Ismael: los árabes]

    con saña nos detesta.

    Abraham bar Hiyya en su Meguil-lat ha-Megal-lé (1129), al hablar de los signos de

    la redención inminente y de los acontecimientos protagonizados por cruzados y turcos

    en Palestina, no regatea animadversión hacia árabes y francos, si bien los cristianos

    cargan con la peor parte. Y ya en la España de claro predominio cristiano no faltan las

    polémicas, sátiras crueles y dicterios contra musulmanes por parte de hebreos, así la

    Disputa de Antón de Montoro (marrano) con Román Comendador (mudéjar):

    Vuestra madre no será

    menos cristiana que mora.

    Hamete, ¿duermes o velas?

    Abre los ojos, mezquino,

    albardán,

    Tres libras y más de xixa

    y almodrote

    tengo para dar combate

    a vuestra madre Golmixa

    con mi garrote.

    Vuestra mancilla me echais

    vos, alárabe provado

    sucio y feo

    vos mesmo vos motejáis ....

    El Islam, heredero ideológico de judaísmo y cristianismo, desde los tiempos de

    redacción del Corán marca bien la actitud que el buen fiel ha de asumir frente a

    cristianos y judíos. De ahí el carácter ilusorio de las profesiones de fe de A. Castro en la

    convivencia entre religiones: «la doctrina alcoránica de la tolerancia... »; «El Alcorán,

    fruto del sincretismo religioso era un monumento de tolerancia salvo ocasionales

    excepciones, la tolerancia fue practicada en todo el mundo musulmán». De Castro y de

    los castristas: Luce López-Baralt no titubea al afirmar con candor «la tolerancia

    religiosa musulmana, de estirpe coránica, también la cree ver Castro reflejada en

    Alfonso X (recordemos sus equilibradísimas Siete Partidas)»; «Un primer vistazo a la

    Edad: Media española nos permite descubrir un mundo de tolerancia asombrosa entre

    las castas, pese a las guerra de la Reconquista y los disturbios y persecuciones

    esporádicas". A la vista de estos cantos a la irrealidad podemos preguntarnos si la

    estudiosa puertorriqueña ha leído los capítulos dedicados a mudéjares y judíos en las

    Partidas, o si tiene noticia de las frecuentes y sostenidas persecuciones sangrientas,

    destrucción de libros heréticos y marginación constante que han sufrido en el Islam los

    xiíes, jariyies mutazilíes, etc., por parte de los sunníes (y a veces viceversa), pero como

    no debemos adjudicarle tal ignorancia cabe pensar que para ella, como para Castro, tales

    detalles entran en el muy socorrido terreno de las utilísimas excepciones, que vienen a

    confirmar la regla de oro por ellos esgrimida. El problema -que eluden- estriba en que la

    base del Islam, el mismo Corán, exhibe exhortos y mandamientos de claridad meridiana

    (es la palabra de Dios, increada y eterna, según dicen, y que ningún buen musulmán se

    atreverá a contravenir sin arrostrar el desprestigio público:

    "¡Creyentes! ¡No toméis como amigos a los judíos y a los cristianos!. Son amigos

    unos de otros. Quienes de vosotros trabe amistad con ellos, se hace uno de ellos. Dios

    no guía al pueblo impío (Corán, 5-56); combatid contra quienes habiendo recibido la

    Escritura, no creen en Dios ni en el Ultimo Día, ni prohíben lo que Dios y Su Enviado

    han prohibido, ni practican la religión verdadera, hasta que, humillados paguen el

    tributo directamente".

    Estás referencias explican bien el: pésimo concepto popular sobre los musulmanes

    que acepten servicios amistad o relación con judíos y cristianos. Las memorias de Abd

    Allah de Granada relatan el descontento y odio suscitado contra quienes (v.g., un nieto

    de Almanzor) admiten ofertas de servicio bélico de los catalanes, o contra los judíos y,

    muy en especial, contra el visir José Ben Nagrela, finalmente asesinado por las turbas.

    Los tópicos anti judíos habituales (avaricia, sordidez, ruindad, engaño, traición) se

    deslizan por las páginas de Abd Allah de Granada, acusaciones al ministro de incitar a

    beber y participar en actos inmorales, resumido todo en la denominación corriente con

    que le designa («el puerco»), pues omite su nombre de manera sistemática.

    En el Tratado de lbn 'Abdun se equipara a judíos y cristianos con leprosos, crápulas

    y, en términos generales, con cualquiera de vida poco honrada, prescribiendo su

    aislamiento por el contagio que conllevaría entrar en contacto con ellos. Así los

    sevillanos del siglo XII sabían que: «Ningún judío debe sacrificar una res para un

    musulmán» «no deben venderse ropas de leproso, de judío, de cristiano, ni tampoco de

    libertino»; «no deberá consentirse que ningún alcabalero, judío ni cristiano, lleve

    ,atuendo de persona honorable, ni de alfaquí, ni de, hombre de bien»; «no deben

    venderse a judíos ni cristianos libros de ciencia porque luego traducen los libros

    científicos y se los atribuyen a los suyos y a sus obispos, siendo así que se trata de obra

    de musulmanes»; «un musulmán no debe dar masaje a un judío ni a un cristiano, así

    como tampoco tirar sus basuras ni limpiar sus letrinas, porque el judío y el cristiano son

    más indicados para estas faenas, que son para gentes viles».

    Esa actitud de insistente rechazo antijudío induce a los musulmanes, incluso una vez

    perdido el poder, a, querer salvaguardarse de cualquier preeminencia de hebreos sobre

    ellos, por lo cual se cuidan de incluir una cláusula en las Capitulaciones de Santa Fe

    entre Boabdil y los Reyes Católicos que les ponga a cubierto de, tal eventualidad («Que

    no permitirán sus altezas que los judíos tengan facultad ni mando sobre los moros ni

    sean recaudadores de ninguna renta»). Porque el desprecio y discriminaciones

    subsiguientes asoman abundantes en la literatura árabe -aunque no podamos, por

    razones obvias, extendernos acumulando ejemplos-, como nos documentan Ibn Battuta

    o Juan León Africano, acordes sus relatos con la situación que perciben y describen

    autores ajenos, tales Alí Bey o Potocki en Marruecos, a fines del XVIII: prohibición de

    montar en mula en ciudad poblada por musulmanes (porque irían por encima de las

    cabezas de éstos), prohibición de entrar en la ciudad de Fez a no ser descalzos (como

    signo de sumisión), etc.

    El puritanismo, en uno u otro grado, es cardo que medra en casi todas las religiones,

    llevándolas a interferir en la vida cotidiana y hasta privada de los adeptos, pero la

    existencia entre nosotros -en tiempos, por fortuna, superados- de excesos y abusos de la

    colectividad sobre las personas, o lo que es peor, de la jerarquía (los autodesignados

    intérpretes o ministros de Dios) no justifica los perpetrados en otras religiones. En

    especial si el rigorismo sigue vivo, aplicándose sobre los fieles. A este respecto el Islam

    contemporáneo insiste en reproducir pautas, dictámenes' conceptos y castigos por suerte

    ya olvidados en el mundo occidental, por más que arabófilos y tercermundistas

    platónicos -por supuesto residentes- en Europa se obstinen en tapar el sol con un

    pañuelo negando las evidencias. El divertido cálculo de 3.700.000 pecados diarios

    cometidos en los minibuses de Teherán (en ellos montan 370.000 mujeres con un

    promedio de cada una, de diez roces con varones) podría no pasar de anécdota chistosa

    si en ello no tuviera implicado el derecho mínimo al movimiento y relación entre

    hombres y mujeres y si no asistiéramos en momentos y lugares muy alejados en tiempo

    y espacio a una actitud sostenida de vigilancia, intervención y represión hasta en los

    actos más personales e íntimos.

    La introducción de la vía jurídica malikí en al-Andalus en tiempos de al-Hakam I, es

    decir todavía en el siglo VIII contribuyó en buena medida a configurar una sociedad

    cerrada en la cual alfaquies, muftíes, y cadíes ejercían un férreo control de la población,

    musulmana o infiel, pese a que necesidades o conveniencias económicas y políticas, o

    las meras distancias y dificultad de comunicación, forzaban con frecuencia a transigir o

    ignorar acciones que en los centros de poder se tenían por enormidades intolerables,

    contrastando los hechos conocidos con la interminable letanía de los cantos a la

    tolerancia y afable comprensión que, supuestamente señorearon al-Andalus. Los textos

    de Ibri 'Abdun o al-Wanxarisi nos ilustran sobre la prohibición de leer y recitar poesía o

    macamas en el interior de las mezquitas, de interpretar música en ellas (hasta hoy día' la

    inexistencia de una música sacra en el Islam es el colofón de esta actitud) y aun los

    intentos de suprimirla en cualquier parte. Se exhorta a los vidrieros y alfareros a no

    fabricar copas para escanciar vino, aunque la realidad social y económica acaba

    imponiéndose y sabemos que en los lugares de mala nota y como tales tenidos se bebía

    (tabernas, ventas, lupanares) y que la Vid se cultivaba, comercializándose el vino a

    escala apreciable, pese al precepto esgrimido por el inevitable Ibn 'Abdun contra los

    vinateros. La rica floración literaria de al-Andalus halló su triste contrapunto en las

    periódicas destrucciones y quemas de libros, en todas las épocas, ya fuese Almanzor, el

    pirómano en el siglo x, o las víctimas Ibn Hazm en el XI o Ibn al Jatib en la Granada del

    XIV, sin que nada tuviesen que ver en estos casos almorávides y almohades, a quienes

    suele colgarse el sambenito de la exclusividad en la intolerancia -excepcional, claro-,

    según la cómoda praxis de proyectar el problema hacia causas y causantes exógenos que

    habrían venido enturbiar, tal paraíso de concordia.

    Si bien es cierto -y de ello hay copiosa bibliografías- que sobrevivieron

    comunidades de mozárabes en Toledo, Córdoba, Sevilla y Mérida, no lo es menos que

    las fugas, hacia el Norte fueron constantes y que a principios del siglo XII se deportó en

    masa a Marruecos a los cristianos de Málaga y Granada, o que raramente se autorizaba

    la construcción de nuevas iglesias y sinagogas, o su restauración, o el repique de

    campanas. Sin fijar mucho nuestra atención en los momentos de persecución y

    exterminio directo de cristianos (v.g., en Córdoba entre el 850 y 859, cuyo hito más

    famoso fue el martirio de San Eulogio; o la aniquilación en Granada por Abd al-Mumin

    en. el siglo XII), sí nos interesa más poner el acento en la presión latente y continuada

    que la población sometida padecía en la vida diaria. La actitud de recelo, inseguridad y

    odio que Ibn Battuta (s. XIV) declara por derecho en tierras bizantinas («las iglesias son

    también sucias y no hay nada bueno en ellas») se enraizaba en un concepto de relación

    con los cristianos estrictamente utilitario, soportándose a esta minoría como mal menor,

    cuando no se la podía absorber o exterminar, pero sin cordialidad ninguna: «El reinado

    de al-Nasir (Abderrahmán III) se prolongó durante cincuenta años, a lo largo de los

    cuales los cristianos le pagaron capitación humildemente cada cuatro meses y ninguno

    de ellos osó en ese tiempo montar, caballo macho ni llevar armas», reza la Descripción

    anónima de al-Andalus.

    No obstante, los factores económicos, unidos a la lenta y deficiente arabización de

    los vencidos, por resistencia o por simple imposibilidad física, debían atemperar mucho

    las fobias anticristianas, si no de la mayoría musulmana sí al menos de los poderes

    políticos. El interés económico hubo de ser una de las causase del odio del pueblo -

    achacado por la Descripción anónima contra al-Hakam I al servirse de un cristiano (el

    Conde al-Qumis) para la exacción de tributos; que éste agregara a su condición religiosa

    los desmanes propios de los recaudadores: provocó que el siguiente emir Abderramán II

    "ordenara ejecutar al conde cristiano, almojarife v recaudador de tasas de su padre,

    destruir los muros en los que se vendía vino y las casas de perdición". Ese estado de

    ánimo queda bien reflejado por Mármol (s. XVI) al referir cómo los sultanes africanos

    evitaban servirse de cristianos en sus guerras con mahometanos por temor a la reacción

    popular, idéntica a la que más arriba veíamos en la Granada zirí por valerse de

    catalanes:

    No nos interesa tanto escarbar en truculencias como la exhumación de los cadáveres

    del eterno rebelde Omar ben Hafsun y de su hijo -ordenada por Abderrahman III- a fin

    de probar que ambos murieron en la fe cristiana y poder así exponerlos al escarnio

    público, como se hizo, o el martirio repetido en la Granada nazarí (la de los

    maravillosos alcázares de la Alhambra) de los frailes que se aventuraban a predicar la fe

    cristiana; nuestra vista también se dirige a la intromisión diaria, a la opresión invariable

    sobre la minoría aplastada, tal la prescripción al almotacén de que vigile a las madres

    cristianas a fin de que no influyan en sus hijos en materia de creencias, o sobre todo la

    humillante discriminación vestimentaria practicado con idéntico entusiasmo a uno y

    otro lado de la frontera, en la Europa coetánea y hasta en el norte de África del siglo

    XIX.

    Cuando Pedro Mártir de Anglería cumple su misión de embajador de los Reyes

    Católicos en Egipto en, 1501-2 para interesarse por la suerte de los cristianos locales

    («que el grand Soldán no tornase moros por fuerza o ficiese morir con tormentos a los

    cristianos») no sólo estaba exhibiendo un cinismo notablemente impúdico (a la sazón se

    estaban produciendo las: conversiones forzadas y en masa de musulmanes en Granada)

    al pedir; que allá no se realizase lo que se hacía por aquí, respaldado por la fuerza de

    una potencia militar y política como era la España de la época; también levantaba acta

    de una situación de marginación y aplastamiento de la minoría copta que duraría hasta

    el protectorado inglés. Y una de las vías más notorias, por obvias razones visuales era la

    ropa: todavía al-Yabarti en 1801 y Edward Lanez en1834 registran la obligatoriedad

    para los coptos de vestir de negro o marrón, en tanto los colores vivos (rojo, blanco,

    verde) quedaban reservados para los musulmanes.

    Los lamentables conflictos que, aún en nuestros días, asuelan el Oriente Medio y

    convierten, de hecho la convivencia en una mera yuxtaposición de comunidades,

    encuentran un señero precedente en al-Andalus, donde no sólo los cristianos padecían

    marginación y persecuciones: los judíos de Granada en pleno siglo XI sufrieron una

    matanza en que pereció Ben Nagrela, pronto renovada tal política por el almorávide

    Yusuf ben Taxufín, que indujo a los de Lucena a pagar por librarse de la islamización,

    mientras otros tomaban el camino del norte cristiano, o del Oriente, a la sazón más

    abierto; los almohades insistieron en la misma línea y, al tomar Marrakex, 'Abd

    alMumin forzó a los judíos a convertirse so pena de muerte, persecución de inmediato

    reeditada en la Península nada más entrar los almohades en el decenio de 1140 (en

    Sevilla, Córdoba, Granada). Los saqueos, degollinas, cautiverios generalizados

    empujaron fuera de al-Andalus a la población hebrea y «Muchas familias judías, entre

    ellas la de Maimónides, huyeron al Oriente, pero muchas más se refugiaron en el norte

    de España, en territorio cristiano» (Baer). La Granada nazarí no hizo sino prolongar las

    mismas normas discriminatorias que venimos enumerando, quizás con un agravante: la

    sensación de debilidad exterior y cerco cristiano impelía a una radicalización cada vez

    más paranoica y acomplejado, consolidando e hipertrofiando el omnímodo poder

    ideológico de los rigoristas alfaquies.

    El paulatino triunfo militar y político de los cristianos no; significó cambios

    sustanciales en los comportamientos de fondo, tan sólo mudanzas en los papeles y

    actores del drama. La simbólica restitución por orden de Fernando III a Santiago de las

    campanas llevadas a Córdoba en 998 a hombres de cautivos cristianos, venía a resonar

    como aldabonazo, vanagloria de Castilla, que los escritores multiplicaban exaltando el

    pavor que los castellanos infundían en la morisma, ya se trate del Poema de Fernán

    González, del de Alfonso XI o del propio Juan de Mena:

    faziendo por miedo de tanta mesnada

    con toda su tierra temblar a Granada

    Pero tras el brillo guerrero las loas más o menos fundadas aparece de modo

    invariable el interés económico. Interesa que los musulmanes se mantengan -como antes

    los cristianos- por una básica motivación económica, al menos mientras no se repueblen

    las nuevas tierras con suficientes norteños, proceso iniciado a mediados del siglo XIII

    en el valle del Guadalquivir y culminado en las Alpujarras en 1570. En palabras del

    profesor Vallvé «significa el establecimiento de una vida nueva sobre los campos

    viejos, con renovación de la propiedad, trabajadores, lengua, religión y hasta nombres

    de lugar». La población sometida (mudéjar), en declive demográfico y económico

    constante, sobrevive por un tiempo en las áreas rurales y en menor proporción

    dedicados a la construcción, el servicio domestico y pequeñas industrias artesanales. La

    emigración hacia el norte de Africa y el reino de Granada, espoleada tanto por los

    alfaquíes, que -como veíamos más arriba- no podían soportar la idea del mestizaje,

    como por los conquistadores, va despoblando las morerías, de suerte que en tiempos de

    Alfonso XI habían pasado a mejor vida las de Niebla, Carinona, Jerez, Moguer y

    Constantina, y las de Écija, y Sevilla se redujeron gravemente. Todo ello en paralelo a

    una afluencia masiva de norteños que castellaniza de forma profunda y radical el centro

    y oeste de la actual Andalucía, volviendo esta realidad histórica innegable ilusorias y de

    un folklorismo delirante las presentes pretensiones de quienes aseguran muy serios

    «descender de los moros» («hacerse de los moros», podríamos decir parafraseando la

    tan ridiculizada expresión de «hacerse de los godos»). Los excelentes estudios del

    profesor Manuel González Jiménez nos eximen de repetir aquí hechos bien aquilatados

    y probados en la documentación existente. Sabemos que a la muerte de Fernando II ya

    repoblados los reinos de Jaén y Córdoba, por el Rey Sabio -canonizado en la actualidad

    como gran protector de moros y judíos- concentró sus esfuerzos en: poblaciones

    grandes o medianas y en el eje defensivo en torno a la frontera con Granada. Pero no

    sólo afluyen gallegos, asturianos o leoneses: en Camas se establecen 100 ballesteros

    catalanes y la toponimia urbana de Sevilla nos aviva la memoria con la denominación

    de sus viejas calles. Los resultados que presenta R. Arié en el oriente peninsular son

    muy similares en Valencia, Baleares y Aragón, aunque la repoblación aragonesa en el

    levante fue más lenta y, por motivaciones económicas, se intentó frenar, al menos al

    principio, la salida de mano, de obra mudéjar.

    Entre las discriminaciones visibles -como se practicaban en el lado musulmán-, por

    ejemplo, en 1252 Alfonso X prohíbe a los mudéjares el uso de ropas de color blanco,

    rojo o verde, de calzado blanco o dorado, al tiempo se ordena que las mujeres

    musulmanas se guarden de vestir camisas bordadas con cuellos dorados, o de plata, o de

    seda. Los contraventores pecharían con una multa de 30 maravedís. En 1268 las Cortes

    de Cádiz agravaron aún más el panorama, porque a fin de evitar «muchos yerros e cosas

    desaguisadas» se prescribe «que todos quantos judíos et judías vivieren en nuestro

    señorío, que trayan alguna señal cierta sobre las cabezas que sea atal que conoscan las

    gentes manifiestamente cuál es judío ó judía. Et si algunt judío non llevase aquella

    señal, mandamos que peche cada vegada que hubiese fallado sin ella diez maravedis de

    oro: et si non hobiere de que los penchar, reciba diez azotes públicamente por ello» (Las

    Siete Partidas), disposición renovada por las Cortes de Toro (1371); y en Palencia en

    pleno siglo XV se sitúa a judíos y moros en el mismo grupo que marginados y

    prostitutas: «Este día se pregonó los juegos de dados e las armas e holgasanes e

    vagabundos e chocarreros e rufianes e mugeres del partido que no tengan rufianes ni

    gallones e judíos e moros que trayan señales..."

    Y la importancia que ambas partes otorgaban a estos signos externos nos viene bien

    atestiguada por él hecho de que en el ataque al Albaicín (dic. 1568), desencadenador de

    la guerra de las Alpujarras, Abenfárax y su gente se quitaron sombreros y monteras para

    cubrirse con bonetes rojos y turbantes blancos a guisa de turcos. Pero la aculturación

    avanzaba implacablemente desde el siglo XIII, coexistiendo resistencias y renunciase,

    tal vez de modo inevitable. En la Crónica de los Reyes Católicos se refleja bien la

    contradictoria situación de muchas de estas personas sometidas a presiones de índole

    familiar, social, intereses económicos, arranques sentimentales, etc. Los judíos eran

    considerados propiedad particular del rey -como en el resto de Europa- pues los Padres

    de la Iglesia habían determinado su condena a eterna servidumbre. La idea se estableció

    a las claras en el Fuero de Teruel (1176), luego modelo para otros repoblamientos: «los

    judíos son siervos del rey y pertenecen al tesoro real». Y si el monarca se ocupaba de su

    defensa era en tanto que propiedad de la cual se obtenían ganancias.

    Isaac Baer delinea bien el panorama: "Las ciudades de la época de la Reconquista se

    fundaron en su mayoría según el principio de igualdad de derechos Para cristianos,

    judíos y musulmanes; bien entendido que la igualdad de derechos era para los miembros

    de las diferentes comunidades religioso-nacionales como tales miembros, y no como

    ciudadanos de un. Estado común a todos. Las distintas comunidades eran entidades

    políticas separadas. Se nombraba un oficial del Estado para todo lo referente a la

    comunidad judía. ....La, comunidad de los judíos es una entidad política distinta y

    separada de los estamentos cristianos de los burgueses y campesinos. El principio de la

    igualdad de derechos, muy realzado en estos documentos en la práctica sólo se aplicaba

    a las materias regidas por el derecho civil (de tipo económico etc... la igualdad políticosocial

    en la práctica solo se hacía efectiva en casos extraordinarios, especialmente en

    relación con los judíos cercanos a la corte». Otras de las interesantes conclusiones de

    Baer es el muy exiguo número de judíos residentes en España; así, para todos los reinos

    de la Corona de Castilla los evalúa, según el padrón de 1290, en 3.600 judíos pecheros

    (cabezas de familia). Andalucía, en el momento de su reconquista estaba prácticamente

    vacía de hebreos por obra de las persecuciones de los tiempos anteriores, y la

    comunidad más numerosa del norte de España -la de Burgos- contaba con unas 120

    familias; en 1390, vísperas del primer gran pogrom en Segovia vivían 55 judíos, en

    Soria unas 50 familias y en Ávila a comienzos del siglo unas 40. En Aragón la situación

    difería poco; así, por ejemplo, en Barcelona, en el call o barrio judío, después de la

    destrucción de 1391, las familias presentes rondaban las 200. Recordar la exigüidad del

    número de judíos relativiza la importancia real que podían representar entre la masa de

    la población unos grupos tan reducidos, la escasa incidencia cultural de una minoría

    carente de lengua cotidiana (el hebreo era un idioma muerto siglos antes del nacimiento

    de Cristo y sólo se mantenía en el uso sinagogal), lo que les impelía a escribir sus obras

    de mayor difusión e interés general en árabe o romance y a actuar como traductores

    entre estas dos lenguas, verdaderas portadoras de valores universales científicos,

    técnicos, filosóficos, etc. La inexistencia de un arte judío de comprende fácilmente por

    la utilización de técnicas constructivas y decorativas tanto cristianas como musulmanas;

    y si Santa María la Blanca de Toledo es un espléndido ejemplo de arte almohade, la

    sinagoga del Tránsito representa bien la forma en que Castilla había asimilado los

    modos expresivos nazaries. Pero el desarrollo de tales aspectos trasciende la extensión

    de estas páginas. Una vez más la confusión -interesada o ignorada- de religión con

    lengua, culturas y raza provoca la interminable invocación a la España de las «tres

    culturas». Si nos atenemos al criterio meramente antropológico en la definición de

    'culturas', en la España medieval -o en el Madrid de ahora mismo- los grupos culturales

    diferenciados no serían tres sino docenas.

    La observación de las sociedades antiguas o modernas induce a conclusiones

    pesimistas sobre los resultados a que se llega a la postre en la coincidencia de grupos

    humanos con diferencias muy marcadas sobre una misma tierra, siendo el factor

    religioso en especial ,por encima del étnico y el cultural, el mayor elemento disgregador

    y generador de conflictos. No se trata de renunciar a la utopía, sino de tomar

    conciencias de lo largo y difícil de ese esfuerzo. Pero también florece de continuo la

    paradójica incongruencia de, por un lado, cantar las excelencias -en verdad

    maravillosas, de lograse- de convivir comunidades muy diferentes, mientras por otro

    esos mismos grupos, en cuanto tienen la fuerza necesaria intentan imponerse, y a ser

    posible borrar a los minoritarios, o -de darse la cohesión geográfica y demográfica

    precisas- constituir entidades políticas nuevas y diferenciadas del conglomerado anterior

    en el que supuestamente la coexistencia era modélica. Debería ser motivo de reflexión -

    pero dudamos de que lo sea- el horrendo y reciente caso de Yugoslavia despedazada

    tanto por los intereses de penetración alemana o hegemónicos de Estados Unidos como

    por la evidencia de la heterogeneidad de su composición hacían inviable su subsistencia

    como Estado, más allá de la artificial situación de fuerza (la dictadura de Tito)

    propiciadora de unos avisos de armonía esfumados al faltar la mano de hierro

    mantenedora del equilibrio. Turquía, Iraq, Irán, Líbano, Irlanda del Norte, Filipinas,

    Indonesia, la India y numerosos países africanos soportan el mismo problema que las

    soluciones ofrecidas desde fuera -ante la ausencia de las internas- sean otras que

    bombardear a una de las partes.

    La repetición periódica de encuentros, foros, simposiums, coloquios, diálogos y

    otros juegos florales entre religiones acaban invariablemente en un callejón sin salida: el

    de la convicción de todos de estar en posesión de la Verdad y no deber, por tanto, ceder

    un ápice. El 8 de febrero 1998 se clausuró en Córdoba el «Encuentro de grandes

    religiones», sin acuerdos una vez más. Leamos la noticia: «El director del Simposio

    Internacional sobre 'El impacto de la religión en el umbral del siglo XXI', José M."

    Martín Patino, afirmó ayer que a pesar de la falta de conclusiones y de consenso en esta

    reunión "no puede cundir el desánimo" ante la posibilidad de llegar a un entendimiento

    entre las grandes religiones monoteístas. Martín Patino dijo en la clausura del

    simposium que 'no se ha llegado a la meta', pero esta reunión supone "el comienzo' del

    acercamiento de posturas entre cristianismo e Islam, por lo que es preciso seguir

    hablando". Y así hasta la próxima. Menos mal que estas reuniones sirven para viajar.