¿No estáis hartos ya de oír siempre la misma canción? "El terror no vencerá a la democracia". "La barbarie no acabará con nuestras libertades". "El problema no es el islam, sino los terroristas". Y ante todo: "Hay que evitar la islamofobia". ¡Basta ya!
JOSÉ JAVIER ESPARZA
Es un hecho que las medidas de alerta desplegadas por los gobiernos europeos están fracasando. Es un hecho también que para este nuevo tipo de terrorismo no valen los métodos convencionales de salvaguarda del orden público. No estamos ante un grupo terrorista organizado que actúe con una estrategia homogénea. Tampoco ante una acumulación azarosa de “casos aislados”. Estamos ante un proceso de violencia extrema de carácter simultáneamente religioso y político, arraigado en una comunidad concreta, pero implantada en países muy diversos, de manera que cualquiera puede matar en cualquier parte. Y lo más importante: no estamos ante un problema contemporáneo, sino ante la trasposición a suelo occidental de un fenómeno que acompaña al islam desde sus mismos orígenes.
Quieren presentarnos el yihadismo como un problema marginal, cosa de algunos “chicos malos”, incluso como una suerte de demencia que aqueja a gente con problemas de adaptación social. Que dejen de mentir. Cualquier persona medianamente informada sabe que el yihadismo es un problema específicamente musulmán desde hace catorce siglos. ¿Significa eso que todos los musulmanes son yihadistas? No, por supuesto. Lo que significa es que el islam tiene en sí mismo, desde su origen, una serie de problemas estructurales que se alimentan entre sí y le conducen a esta situación. Y eso no se resuelve invitando a las comunidades musulmanas en Europa a cantar “Imagine”. ¿Cuáles son esos problemas estructurales? Primero, la confusión de los planos político y religioso, que hace muy difícil a las comunidades islámicas vivir bajo órdenes políticos no musulmanes. Segundo, la inexistencia de una autoridad jerárquica unánimemente reconocida que actualice la doctrina, lo cual empuja al creyente a una interpretación literal de los textos sagrados y, por otra parte, faculta a cualquiera para convertirse en portavoz de la verdad. Tercero, la justificación de la violencia como medio para imponer la fe, imperativo que, combinado con los dos anteriores, resulta simplemente letal también para la propia comunidad musulmana. En la práctica, esta naturaleza conflictiva se ha manifestado como una triple guerra: una, la eterna guerra interior ente musulmanes suníes y chiíes; otra, la guerra que los integristas, los salafistas, declaran a los gobiernos no suficientemente islamizantes; por último, la guerra que el yihadista declara a los no musulmanes. Todo cuanto hoy ocurre cabe en ese esquema. Hoy, como ayer. Estos problemas estructurales del islam –hay que repetirlo– no son nuevos: datan de su mismo origen en el siglo VII. El yihadismo no nos golpea ahora porque los países europeos hayan andado metidos en las recientes guerras de oriente medio. Eso sólo son pretextos, tan válidos como cualesquiera otros. El argumento de la “culpabilidad occidental”, tan habitual en bocas de izquierdas, naufraga en cuanto se mira a Nigeria, Filipinas o Bangladés, escenarios igualmente de terror islamista. No: si el yihadismo golpea hoy aquí, en nuestro suelo, es fundamentalmente porque hemos “importado” a millones de personas de una civilización ajena, y con ella han traído sus tradicionales desgarros.
El prejuicio ideológico no puede anteponerse a la realidad de los hechos. El poder desea hacernos creer que las comunidades musulmanas pueden vivir libremente integradas en el orden social y cultural europeo, y de hecho así ha parecido ser durante años, pero es una evidencia que hoy las cosas han cambiado trágicamente. Primero: el porcentaje de población musulmana ha crecido exponencialmente. Segundo: esa población, en buena parte, ha creado sus propias comunidades quebrando los viejos modelos de integración. Tercero: en su seno se ha expandido una radicalización identitaria que ha desembocado en la simpatía hacia el yihadismo. Cuarto: en el último año, además, nos hemos encontrado con una afluencia masiva de inmigrantes falazmente importada bajo la etiqueta de “refugiados”. La ola de violencia que estamos viviendo en este último periodo define por sí sola la entidad del problema. El poder desea hacernos creer que el terrorismo es sólo el producto de un grupo particularmente malvado –el Estado Islámico-, pero es cada vez más una evidencia que el terror yihadista aparece sin vínculos orgánicos con estructura alguna. El poder desea hacernos creer que el islam puede ser una “religión de paz”, pero es una evidencia que los musulmanes europeos, y en especial las generaciones más jóvenes, están ampliamente penetrados por discursos que enseñan exactamente lo contrario. ¿Es difícil aceptarlo? Seguramente. Pero, hoy, eso es lo que hay. Los europeos hemos de cambiar de mentalidad. La Europa actual ha querido constituirse como un mundo libre de identidades y fronteras, capaz de acoger en su seno a cualquier persona, a cualquier comunidad. Para ello hemos gastado cantidades ingentes en programas de integración y asistencia social, al mismo tiempo que demolíamos nuestra identidad propia. Todavía hay quien piensa, incluso en las estructuras de las Fuerzas Armadas, que la “natural” superioridad de la racionalidad occidental terminará digiriendo el problema yihadista, mero trastorno de orden público que mañana se apaciguará bajo la caricia del bienestar y la prosperidad, como si el destino natural de cualquier ser humano fuera convertirse en un moderno burgués occidental (una perspectiva etnocentrista que, paradójicamente, pasa por “antirracista”). Nadie, quizá por complejos históricos, ha querido aceptar que esa idea de la sociedad sin identidad, de la sociedad en la que “todos caben”, es una idea exclusivamente occidental, es decir, que no deja de ser producto de una identidad determinada, y que no tiene por qué ser aceptada por otras culturas. Por eso han crecido en los márgenes de nuestras grandes urbes enormes comunidades musulmanas donde el yihadismo ha prendido no como reacción al malestar social, al paro, a la crisis, sino, sobre todo, como manifestación identitaria. Y nosotros, poniendo velitas y flores. Y bien, ¿qué hacer? Actuar en consecuencia. No tiene sentido seguir promoviendo la “normalización” del islam en nuestras sociedades (festejando su ramadán o cediendo a sus menús escolares, por ejemplo) cuando el islam no es “normalizable”. No tiene sentido seguir favoreciendo la inmigración masiva de musulmanes cuando sus posibilidades de integración real son exiguas: en buena medida, el fenómeno de la inmigración musulmana ha trasplantado a Europa los desgarros que laceran a esas sociedades en su suelo natal, y esto no ha hecho más que empezar. Tampoco tiene sentido seguir estrechando lazos con las potencias musulmanas árabes (Arabia Saudí, Qatar, Kuwait, etc.) cuando consta que su dinero está detrás de la radicalización islámica de los últimos veinte años. Y sobre todo, no tiene sentido pensar que Europa es una no-identidad donde todos caben, porque la realidad es que no todos desean caber.
La obsesión de nuestras instituciones comunitarias por presentar a Europa como esa no-identidad donde todo el mundo cabe choca contra estas feroces realidades: los musulmanes, o parte de ellos, están dispuestos a afirmar su identidad colectiva, una identidad que, en muchos aspectos, es incompatible con las normas europeas de convivencia cívica. Consecuencia lógica: al yihadismo en suelo europeo hay que combatirlo frenando la expansión del islam en nuestras sociedades. No hay otra opción. Por desgracia, parece que nuestros gobernantes piensan lo contrario. Desde que comenzó la denominada “crisis de los refugiados”, es decir, la afluencia masiva y descontrolada de inmigrantes al socaire del movimiento de desplazados de la guerra de Siria, los medios de comunicación hegemónicos, controlados habitualmente por empresas muy vinculadas a la gran finanza y al poder político, vendieron unánimemente una versión oficial de los hechos, a saber: Europa debía “acoger” a toda esa masa de población e integrarla en su seno, la inmigración era una “oportunidad” y los temores a las turbulencias islamistas no eran más que falsedades propaladas por la “extrema derecha”. Dos años después, la presencia cotidiana del terrorismo yihadista en Europa es una realidad y la afluencia de “refugiados”, sin ser la causa, tampoco ha sido ajena a esta espiral de muerte. La evidencia debería mover a cambiar de posición, a rectificar abiertamente. De lo contrario, esos mismos poderes estarán siendo ya no cómplices, sino responsables directos de la calamidad. ¿Es posible vencer al yihadismo? El yihadismo es un problema específicamente musulmán que sólo puede resolverse desde el mundo islámico. Pero nosotros, europeos, sí podemos hacer algo para prevenir las consecuencias del fenómeno. Primero, en nuestro suelo, truncar el desarrollo de comunidades culturales que no acepten las normas de convivencia generales y, en vez de integrarse, buscan implantar su propio orden. Y además, en el plano internacional, favorecer la consolidación de estructuras estatales en el mundo musulmán que contengan el fenómeno dentro de márgenes políticos estrictos, como están haciendo Marruecos y Egipto, por ejemplo. Hasta hoy, la política europea ha sido exactamente la contraria: debilitar la identidad propia en beneficio de la ajena y secundar la descabellada política americana de desestabilización de los regímenes instalados en el mundo musulmán. Es urgente rectificar esa política. No descubrimos nada nuevo: todos lo saben en Bruselas, Berlín o París. Más dudoso es que algún líder político, en esta Europa castrada y acomplejada, dé el primer paso. Es imprescindible plantearse aquí algo que para nosotros debería ser fundamental: el destino de Europa, de todas las naciones que hacemos Europa. Es normal que el enemigo ataque; lo que no es normal es que uno renuncie a defenderse. La Unión Europea ha querido construirse como una no-identidad, como un espacio económico vacío y neutralizado, un laboratorio del final de la Historia en la indiferencia del mundo global. Es un horizonte que sólo promete aniquilación. El problema es mucho más que político y económico. Si queremos salir de esta viscosa impresión de camino cerrado, es preciso recuperar la conciencia de nosotros mismos, y eso pasa necesariamente por reivindicar la propia identidad histórica y político, única forma de señalar un proyecto colectivo. Exactamente lo contrario de lo que hoy proponen los mandamases del asilo europeo. © La Gacet |