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Mundialización: el futuro pertenece a los rebeldes. Alain de Benoist

ALAIN DE BENOIST

por Alain de Benoist – La mundialización ha sido, incontestablemente, el hecho dominante de este último decenio. Y una característica demasiado poco señalada es que su advenimiento no ha venido precedido por una guerra entre Estados, no ha resultado de una nueva realidad impuesta por las armas, tal y como había ocurrido casi siempre en el pasado cada vez que aparecía un nuevo “nomos de la tierra”. Tampoco ha sido consecuencia de una decisión política concertada. Por último, sería igualmente vano ver en ella el resultado de un “complot”, según tienden siempre a creer los adeptos del conspiracionismo. No hay conspiración. La mundialización se ha hecho posible por la coincidencia del desplome del sistema soviético y de la expansión cada vez mayor de fuerzas impersonales (económicas, financieras, tecnológicas) situadas a la vez muy lejos y muy por encima de las instancias clásicas de decisión. Esas fuerzas funcionan por sí mismas, bajo el efecto de su propia dinámica. Y es eso lo que las hace irresistibles.

La mundialización no es sólo global, sino también instantánea. Al igual que la información, los mercados financieros funcionan en “tiempo cero”: se saltan las fronteras y declaran abolida la duración. “El tiempo mundial –escribe Paul Virilio- es el presente único que sustituye al pasado y al futuro”. Las identidades colectivas y las especificidades culturales se convierten así en otros tantos obstáculos que hay que erradicar. La primera consecuencia de la mundialización es, pues, la homogeneización creciente de los modos de vida. Por todas partes vemos los mismos productos, los mismos espectáculos, las mismas construcciones arquitectónicas, los mismos mensajes publicitarios, las mismas marcas. La mundialización generaliza el reino de lo Mismo. Y por supuesto, este impulso suscita, como efecto de retorno, fragmentaciones inéditas. Provoca resistencias que, por desgracia, con frecuencia caen en el exceso inverso y adoptan formas patológicas alimentando crispaciones patrioteras, irredentismos convulsivos e intolerantes. Benjamin Barber ha resumido la situación con una fórmula: el enfrentamiento entre “Djihad” y “McWorld”.

Pero la mundialización no se reduce a la homogeneización de las culturas ni a la instantaneidad de los modos de transmisión. Tampoco se limita a la americanización, aunque haya permitido a los Estados Unidos afirmarse en el mundo con más fuerza que ninguna otra potencia en la historia de la humanidad. La mundialización, que entraña un basculamiento de un género nuevo en la historia, corresponde a la emergencia de un estadio cualitativamente nuevo de la evolución social, al mismo tiempo que constituye la ideología de ese cambio. Hace nacer una “suprasociedad planetaria” (Alexander Zinoviev) cuyos actores, estructuras e influencia sobrepasan ampliamente a pueblos y naciones. Occidente, que es su hogar original, ya no es tampoco un conglomerado de países y de Estados, sino una forma de organización social superior que tiende a recubrirlo todo tras haber convertido a todo a su propio modelo. “Si Occidente –escribe Zinoviev- tiende a unificar a la humanidad en un solo agregado global, no es por ningún ideal abstracto, sino porque esa es una condición necesaria para la formación y la supervivencia de la supracivilización occidental. Para mantenerse en el estadio que ha alcanzado, necesita que su marco de vida sea el planeta entero y todos los recursos de la humanidad” (1). Semejante forma de organización social representa el apogeo de la racionalización y del despliegue del mundo. Todo se convierte en medio para un sistema que no conoce fines.

La historia, por definición, está siempre abierta. Pero al menos podemos intentar discernir, en el marco de esta mundialización que forma su telón de fondo, cuáles son las grandes tendencias que mejor caracterizan a nuestra época y que con toda posibilidad se van a acentuar en este principio del siglo XXI.

Para empezar, hoy asistimos a un desencadenamiento sin precedentes del poder del capital. Desde finales de los años ochenta, el dinero está por todas partes, el dinero está por encima de todo. Reina ya en todos los dominios, incluso en aquellos que, hace aún poco tiempo, y al menos en parte, todavía se le podían escapar: el deporte, la cultura, las artes. Algunas remuneraciones son insensatas: en el momento de dejar la empresa a cuyo frente había fracasado, Philippe Jaffré, ex director general de Elf, se lleva en los bolsillos más de 20.000 millones de céntimos de euro en indemnizaciones y stock options. El americano Michael Eisner, patrón de Disney, se embolsa hasta 500 millones de dólares al año. En la Europa del Este, el muro del dinero ha reemplazado al telón de acero: El PNB de las diversas mafias supera ya al de Francia. La propia mundialización es un fenómeno en buena medida financiero, aunque sus consecuencias políticas sean evidentes. “La Organización Mundial de Comercio es la única institución internacional con posibilidades de convertirse en órgano de gobierno mundial”, escribía recientemente, congratulándose, Francis Fukuyama (2). El capitalismo realiza así el ideal internacionalista con una eficacia infinitamente mayor que el comunismo. Mientras que este último había conducido finalmente al “socialismo en un solo país”, el “monoteísmo del mercado” moviliza a todo el planeta.

Según el informe publicado en septiembre de 1999 por la Cnuced, cien grupos mundiales que emplean a más de seis millones de personas están en camino de imponer sus intereses a la tierra entera. Nacidas mayoritariamente en los Estados Unidos, estas grandes firmas transnacionales (en cuya primera fila figuran General Electric, Ford y Shell) detentan juntas 1,8 Billones de dólares de activos en el extranjero y realizan una cifra de negocios de 2,1 Billones de dólares, lo cual equivale a una vez y media el PIB francés. Más allá de estos grandes grupos, otras 60.000 sociedades transnacionales, apoyadas sobre más de 500.000 filiales, representan por sí solas la cuarta parte de la producción mundial. Pero los flujos especulativos son aún más enormes. De aquí resulta una disyunción acelerada de la economía productiva y la economía financiera. Toda la cuestión se reduce a saber cómo el capital mundializado podrá seguir exigiendo tasas de rentabilidad del 15% mientras el crecimiento no pasa del 3%.

Los fenómenos de expropiación derivados de esta expansión del capital se observan en todos los niveles. Citemos solamente el ejemplo de los fondos de pensiones extranjeros –en su mayoría, americanos-, que a finales de 1998 representaban cerca de un tercio de las acciones francesas de no residentes cotizadas en París. En 1993, Nicolas Sarkozy, entonces Ministro del Presupuesto, les concedió el beneficio del reembolso parcial del haber fiscal en el límite de la retención a la fuente que debían pagar. Esta extraordinaria decisión hizo que los fondos de pensiones extranjeros se hallaran, de hecho, exentos de todo tributo sobre los dividendos franceses que se embolsaban. Francia es el único país europeo en haber adoptado esta medida, que crea un diferencial de rendimiento entre los fondos de pensiones extranjeros y las inversiones franceses, y cuya consecuencia es la compra progresiva de títulos de las sociedades francesas por los inversores extranjeros: en 1998, las inversiones netas de los no residentes en acciones francesas se elevan a 70.000 millones de francos contra solamente 6.000 millones de los residentes. Salvo modificación radical de las orientaciones fiscales actuales –constata Yves Jacquin Depeyre-, “este movimiento no podrá sino prolongarse y acelerarse en los próximos años, y su término lógico será que casi la totalidad de la capitalización bursátil francesa habrá pasado a manos de los no residentes” (3).

Más ampliamente, la lógica del mercado, la lógica del intercambio comercial, alinea todos los valores sobre el valor mercantil, es decir, sobre el precio. Reduce el sentido de esos valores a su exclusiva dimensión económica. Considera secundario o inexistente todo lo que no pertenece al orden del cálculo. La inmigración y la ecología son dos terrenos donde está lógica ha hecho estragos de forma particular. La destrucción del medio natural es el resultado de una sed de beneficio inmediato, sin tener en cuenta las incidencias a largo plazo. Y la inmigración se ha convertido en un problema porque antes fue contemplada como una solución.

Como bien vio Gramsci, la hegemonía no es otra cosa que la capacidad de un grupo social para hacer que el conjunto de la sociedad se reconozca en sus intereses particulares. Hoy la sociedad entera se mira a sí misma con los ojos del capital. Una de las consecuencias de esto es que las opciones individuales ya no dependen de reglas o principios arraigados en el fuero interno, sino de los estímulos del mercado. La liturgia publicitaria, paradigma de todos los lenguajes sociales, dispensa la idea de que la felicidad reside, ante todo, en el consumo. Modelada por una oferta cada vez más fluctuante, la opinión nunca se había formado de una manera tan heterónoma. Así nace la figura del hombre sin interior (outer-directed). Y como la esfera de los intereses, que son siempre negociables, se opone a la de los valores, que no lo son, todo pierde su sentido. Cornelius Castoriadis decía muy justamente que la insignificancia es “como una especie de desierto que crece en el mundo contemporáneo” (4).

Pero la mundialización también entraña una distribución cada vez más desigual de las oportunidades de vida y de prosperidad. Las desigualdades pueden ser soportables en una sociedad donde cada cual vive para sí mismo o ignorando a los otros. Pero en el mundo de la comunicación global se hacen insoportables, porque son factores de división política y de descomposición social. Tras un largo paréntesis, el capitalismo parece haber recuperado hoy la arrogancia y el empuje de sus orígenes. Las conquistas sociales penosamente adquiridas a través de continuas luchas se ven hoy cuestionadas, una tras otra, en nombre de la productividad y la rentabilidad. El equilibrio de los cuatro grandes tipos de solidaridad enunciados por Mary Douglas (la jerarquía, el individualismo, el igualitarismo y el fatalismo) se ve profundamente modificado. Tras los años ochenta se ha operado un reequilibrio mundial del poder en provecho de los inversores y en perjuicio de los trabajadores organizados en sindicatos, mientras las empresas se hacen cada vez más transnacionales y la presión fiscal aumenta la dependencia de los gobiernos hacia la financiación privada.

Durante todo el siglo XX se había asistido a la integración masiva del proletariado en el seno del sistema capitalista. Esta integración descansaba sobre el compromiso fordista: incluso en el interior de un sistema económico desigual, el conjunto de los asalariados podía beneficiarse de los aumentos de productividad, del crecimiento de las rentas y de la estabilidad. Así se formó una amplia clase media de la que se llegó a pensar que  terminaría recubriendo toda la sociedad, mientras se asistía a la progresiva reducción de las desigualdades en los países industrializados y mientras las poblaciones de algunos países pobres llegaban a acceder a un cierto bienestar. Pero el compromiso fordista entre las fuerzas populares y el Estado-Providencia, que durante decenios permitió canjear paz social a cambio del enriquecimiento progresivo de las capas populares, ha desaparecido hoy del horizonte. El paro ya no es un fenómeno coyuntural, sino estructural. Los sectores en expansión apelan a capacidades cognitivas (inteligencia técnica y abstracta) que sólo poseen ciertas fracciones de la población: según la OCDE, en Francia hay un 40% de iletrados que corren el riesgo de terminar siendo marginados o eliminados de la vida activa. Mientras la propia población se va haciendo cada vez más heterogénea, se asiste por todas partes a un crecimiento de las desigualdades ya no sólo intercategoriales, sino también intracategoriales. Los antiguos contratos sociales (reglamentación del mercado del trabajo y del gasto público) se ven progresivamente cuestionados en provecho de un modelo caracterizado por la precarización del empleo, la externalización de numerosas actividades, la pulverización de las identidades sociales y profesionales y la desaparición de las antiguas solidaridades. La vieja clase obrera, que peleaba en una sociedad donde todavía se hallaba integrada en su nivel, ha sido reemplazada por la clase de los parados, que queda simplemente excluida.

La nueva cuestión social nace de la aparición de una “sociedad del embudo”: la clase media estalla, sólo una pequeña parte prosigue su ascenso hacia la cumbre, mientras que la mayoría vuelve a caer hacia abajo. Mientras las lógicas patrimoniales tienen por sí solas un poder de polarización social enorme, las diferencias de rentas y patrimonios no cesan de aumentar. En Francia, en 1998, el rendimiento global del patrimonio ha superado el 10% (frente a sólo el 4% en 1995), e incluso cerca del 30% para los patrimonios invertidos en acciones francesas. De 1970 a 1996, los rendimientos del ahorro no han progresado más que a una media del 1,4% anual. Desde el principio de los años noventa, los salarios bajos evolucionan cada vez menos rápidamente que los altos. En un contexto de crisis generalizada del trabajo asalariado, la sociedad empieza a tener al mismo tiempo cada vez más ricos y cada vez más pobres. Un número cada vez mayor de hombres y de mujeres se hacen vulnerables y, finalmente, inútiles.

Este fenómeno se constata por igual en los países más diferentes. En los Estados Unidos, los salarios de los empleos menos cualificados no han dejado de bajar en los últimos veinte años, mientras que la parte más acomodada de la población registraba un aumento nunca antes visto de su patrimonio y de sus rentas. Según el Banco Mundial, el 20% más rico de las familias americanas se reparten el 45,2% de la renta nacional, mientras que el 20% más pobre no posee más que el 4,8%. Las proporciones son exactamente las mismas en la China “comunista”: el 20% más rico se reparte el 47,5% de la renta nacional, el 20% más pobre tan sólo el 5,5%.

Las desigualdades se ahondan de forma similar a escala mundial. Entre el 5% de las personas más ricas y el 5% de las más pobres del planeta, la diferencia ha pasado de 30 a 1 en 1960, a 74 a 1 en 1997. El 20% más rico consume dieciséis veces más que el 20% más pobre, que se reparte solamente el 1,1% de la producción mundial (frente al 2,3% todavía en 1960). Más de 80 países tienen una renta per cápita inferior a la que tenían hace diez años. Sobre 6.000 millones de habitantes, 3.000 millones viven con menos de dos dólares al día. Las doscientas personas más ricas del mundo ostentan un volumen de riquezas equivalente al de un grupo de países que reuniera al 41% de la población del planeta. La fortuna acumulada de los tres hombres más ricos del mundo supera el PNB acumulado de los 35 países más pobres y de sus 600 millones de habitantes. El “desarrollo” entraña relaciones de dependencia que superan ampliamente las del colonialismo clásico. Las tesis de Marx sobre la pauperización encuentran así, al alba de la posmodernidad, algo semejante a una irónica confirmación tardía.

Las nuevas desigualdades no son solamente económicas, sino que atestiguan la existencia de modos divergentes de estar en el mundo. La sociedad global es ya una sociedad a dos velocidades, donde una fosa creciente separa a la parte de la población que se adapta sin problemas a las exigencias de la mundialización (los “conectados”) de la otra parte, la que a duras penas puede seguir el ritmo y acumula su retraso (los “no-conectados”). Esta fractura separa a los países entre sí, pero también atraviesa el interior de todos los países. Así se establece una “hiperclase” (Jacques Attali) dueña del mercado de la información y de los movimientos financieros, dueña del mundo transnacional de las redes, cuyos miembros no son ni los empresarios creadores de empleo y de riqueza, ni los protagonistas de la antigua lucha de clases, sino individuos y grupos con fuerte activo financiero, que detentan el saber y controlan el ocio, que viven indiferentemente aquí o allá sin abandonar nunca su universo de nómadas planetarios, y que no sienten el menor interés por dirigir los asuntos públicos, pues saben muy bien que no es ahí donde se toman las decisiones.

Otro aspecto de la mundialización, unido también al desencadenamiento del capital, reside en el impulso sin precedentes de las nuevas tecnologías. Las más espectaculares son las vinculadas al tratamiento de la información y a los avances de la genética. Actualmente, la potencia de los ordenadores se duplica cada dieciocho meses, lo cual deja prever la construcción de máquinas masivamente inteligentes con capacidades muy superiores a las del hombre. El desarrollo de las técnicas de procreación asistida, el desciframiento del genoma humano, la confección de organismos genéticamente modificados, el recurso a la terapia génica, etc., nos están planteando ya preguntas políticas y morales a las que el humanismo clásico no está en condiciones de responder. La revolución cognitiva y molecular abre así perspectivas inéditas que pueden tanto fascinar como inquietar. Ahora bien, la técnica constituye igualmente una fuerza impersonal autónoma. Al asimilar automáticamente lo factible con lo ineluctable, la técnica es cualquier cosa menos neutra. Tras haber transformado constantemente la naturaleza, el hombre se halla hoy en medida de poder transformarse a sí mismo. La humanidad no podrá escapar por mucho tiempo a la pregunta de saber en qué dirección quiere proseguir su evolución.

Al mismo tiempo, la invasión de la vida cotidiana por la tecnología modifica los modos de pensamiento favoreciendo el desarrollo de una mentalidad tecnomorfa, que reduce la complejidad de los problemas a su solución técnica. Por último, al permitir que cada individuo reúna masas cada vez más considerables de datos actualizables en todo momento, las nuevas tecnologías crean también nuevas formas de control social. En muchos aspectos, estamos evolucionando hacia una sociedad de vigilancia generalizada.

En tal clima, los Estados y los gobiernos son cada vez más impotentes. El Estado nacional fue durante mucho tiempo el instrumento privilegiado de las empresas colectivas. Por eso todas las fuerzas políticas juzgaban tan importante apoderarse de él: la “conquista del Estado” era el medio más seguro para realizar un proyecto o para aplicar un programa. Pero ese tiempo se acaba. Estamos saliendo de la era “leninista” en la que los partidos políticos podían esperar, tomando el poder, transformar la sociedad a su manera. Hoy las sociedades se transforman a sí mismas: la evolución de las costumbres precede a la de las leyes. Los Estados-nación, productos típicos de la modernidad, son a la vez demasiado grandes para solucionar los problemas concretos de la vida cotidiana y demasiado pequeños para afrontar problemáticas que hoy se despliegan ya a escala mundial. Impotente para hacer frente a las pérdidas de competencia que sufre por arriba y a los nuevos movimientos sociales que lo sacuden por abajo, el Estado nacional ya no es ni el demiurgo ni el árbitro supremo de la vida pública. Su peso se sigue haciendo notar (en 1999, las deducciones obligatorias en beneficio del Estado han alcanzado en Francia el porcentaje récord del 45,3% del PIB), pero ya no es productor de lo social. Su margen de maniobra se reduce constantemente bajo el efecto de las presiones económicas y financieras. Los gobiernos pilotan a ojo, sin poder controlar un movimiento que les supera.

El impulso del capitalismo beneficiaba antaño a los países que le servían de teatro. Ya no es así. El capitalismo posmoderno ya no trabaja a la medida de la nación: el desarrollo de las fuerzas productivas ya no contribuye tanto al poder de los Estados como a su propio poder en detrimento de los Estados. El marco nacional cada vez es menos el escenario de los compromisos sociales. Los problemas centrales de este tiempo (protección del entorno, droga, criminalidad, inmigración, etc.) ya no se circunscriben dentro de las fronteras clásicas. A imagen y semejanza de los flujos financieros, las nuevas líneas de fuerza atraviesan también las sociedades y los Estados, y no dejan de franquear las fronteras que ellas mismas contribuyen a abolir. Los propios enfrentamientos entre Estados están siendo progresivamente reemplazados por conflictos económicos y comerciales, culturales, étnicos o religiosos; conflictos cuyos protagonistas no son ya las naciones, sino que se desarrollan en el interior o en el exterior de éstas, en los niveles infra-estatal o supra-estatal, y todo ello mientras, como contrapunto de la mundialización, el mundo se fragmenta en relaciones de fuerza inestables y en divergencias culturales que tienden al antagonismo. La des-regulación de la guerra contribuye así al debilitamiento del poder de los Estados para construir identidades colectivas en torno a la oposición frontal de las naciones (5).

Todas las instituciones internas o externas que antaño tuvieron un poder integrador, generador de identidades fueres, se hallan hoy en crisis. En su lugar no hay más que estructuras horizontales de carácter informal: el consumo y los medios de comunicación. Todo lo que antes soldaba la sociedad –la educación, el cuidado a los enfermos y los ancianos, incluso una parte de la producción- ha sido progresivamente externalizado, sustraído a las familias y a las comunidades para quedar delegado en instancias lejanas. Pero el lazo social no nace de la simple composición de preferencias individuales: el lazo social se forma por encima de todo eso. Y además es modelado por instituciones que determinan qué es lo que queremos, aunque sólo fuera porque también determinan la idea que nosotros mismos nos hacemos de eso que queremos. Así, la desinstitucionalización refuerza la desagregación social, mientras el estallido de los puntos de referencia hace que la cohesión sea más problemática. Los debates sobre la laicidad, las sectas, las biotecnologías, etc., nos han mostrado hasta qué punto es difícil lograr que en una misma sociedad coexistan individuos y grupos que se adhieren a creencias o a valores no sólo incompatibles, sino también racionalmente inconmensurables. ¿Dónde hallar el modus vivendi del pluralismo cuando todas las formas de autoridad capaces de desempeñar un trabajo de arbitraje han sido destituidas o desestructuradas?

En una sociedad donde la economía manda, el gobierno de los hombres se limita a la administración de las cosas. La acción pública se reduce a la gestión cotidiana, bajo la autoridad de una Nueva Clase esencialmente compuesta por expertos y técnicos. El problema de las finalidades no se plantea jamás, y las cuestiones normativas ya no hallan interlocutores. Los programas de los partidos políticos se parecen cada vez más entre sí –Peter Sloterdjik habla de una “sociedad con las alas amputadas”-, primero porque su capacidad de libertad disminuye, y además porque no deja de extenderse el “pensamiento único”, es decir, la idea según la cual no hay más que una solución posible para los problemas sociales. La crisis de la representación, el aumento de la abstención y el recentramiento de los programas resumen la implosión del espacio político y su inevitable consecuencia: la huida o el repliegue hacia la esfera privada.

Desde 1981, en Francia ninguna mayoría parlamentaria ha sido revalidada por el sufragio de los ciudadanos. Muy al contrario, por cinco veces consecutivas han sido sistemáticamente castigadas. Esta creciente inestabilidad muestra la insatisfacción global del electorado, insatisfacción independiente del color político de los equipos que se suceden en el poder. Al mismo tiempo, el número de quienes votan por partidos puramente contestatarios o se refugian en la abstención no deja de aumentar. En las elecciones europeas de junio de 1999, más de 150 millones de ciudadanos han preferido no ir a votar. Los partidos y los sindicatos se reducen a modestos aparatos: en Francia, los militantes al día de cuota son menos que en la pequeña Bélgica, con una población cinco veces inferior. Según un sondeo de Sofres en noviembre de 1999, cuando los franceses piensan en la política sienten desconfianza (57%), aburrimiento (27%) o disgusto (20%). El 61% de los ciudadanos considera a sus representantes electos “más bien corruptos”. No se ve cómo los políticos podrían volver a encontrar el extraordinario nivel de confianza del que aún gozaban en la inmediata posguerra.

Esta despolitización de hecho es la consecuencia lógica de un clima general. La modernidad tardía ha transformado a los ciudadanos en espectadores-consumidores. La Nueva Clase, donde se reagrupan los funcionarios de la ideología dominante, alardea de visibilidad e incluso de transparencia –todo se puede debatir, al menos teóricamente-, pero practica el camuflaje y recurre al secreto para preservar sus ventajas frente a un pueblo considerado como imprevisible y peligroso. La democracia, contrariamente a lo que se dice, no es el régimen donde cada cual es libre de hacer lo que quiera, sino el régimen donde todos y cada uno tienen la capacidad concreta de contribuir a la decisión pública. La concepción liberal puramente parlamentaria y representativa de la vida política, con una esfera privada enteramente distinta de la vida pública, presupone la despolitización-neutralización de una vasta parcela de la actividad social, económica y cultural. Esta despolitización zapa la democracia, que, al contrario del liberalismo, implica la participación activa de todos. Todo el sistema actual está construido de tal forma que el pueblo ya no tiene ni medios ni ganas para pronunciarse sobre todo cuanto afecta a su existencia, es decir, para ser el actor de su propio destino. “El pueblo es libre de pensar que gobierna siempre y cuando no intente ‘inmiscuirse’ en los asuntos que le conciernen”, observaba Noam Chomsky.

Así hemos entrado globalmente en un tipo de régimen político que no tiene nombre. Ya no es un régimen democrático, aunque el voto todavía exista y aunque la fraseología democrática siga en cierta medida sirviéndole de referencia. En muchos aspectos, el actual régimen representa incluso la negación de un sistema democrático basado en la soberanía del pueblo y en el pluralismo. Las decisiones esenciales se toman desde instancias no electas o carentes de legitimidad democrática. La soberanía ha huido de sus instancias tradicionales, que no son más que cáscaras vacías. Al mismo tiempo, este régimen no es una dictadura como las que hemos conocido: combina sin complejos la brutalidad militar, la coacción financiera y las prescripciones “morales”. La injerencia humanitaria no es más que el nuevo nombre del derecho del más fuerte.

La referencia democrática formó parte durante mucho tiempo del argumentario de la  guerra fría. El fin del sistema soviético la ha hecho inútil. Frente al comunismo, Occidente se aplicaba a presentarse como el “mundo libre”, lo cual no le impedía mantener a todas las dictaduras que le fueran útiles. Ahora que el comunismo se ha hundido, ya no hay necesidad de disimular la propia forma de abolir la libertad, pero tampoco es necesario sostener dictaduras demasiado visibles. Lo cual permite a Occidente ser al mismo tiempo no democrático y partidario de los “derechos humanos”. En un mundo fáctico –mundo de lo virtual, de lo inmaterial, del simulacro- sólo quedan libertades fácticas. En este sentido, el mundo post-comunista es también un mundo post-democrático.

En el interior de la sociedad, los conflictos frontales (del tipo de la lucha de clases o de las guerras entre naciones) han sido sustituidos por una multitud de microconflictos que cabalgan unos sobre otros y que frecuentemente nacen de un deseo de reconocimiento de la propia identidad (cultural, lingüística, sexual, etc.). Estos  microconflictos, por sí mismos, son incapaces de provocar fuertes rupturas, pero permiten a la Nueva Clase jugar a la “diseminación del poder” (Eric Werner) para mantenerse en la cumbre. El sistema fundamenta el orden social en el desorden establecido, aplicándose a crear un caos que le es provechoso y, al mismo tiempo, manteniéndolo bajo control (6). Toda la cuestión es saber hasta dónde puede ser controlado el caos.

Raoul Vaneigem escribe que “la democracia de mercado es la etiqueta humanitaria del totalitarismo mercantil” (7). Es significativo que esta opinión sea compartida por algunos viejos disidentes soviéticos que, tras haber sufrido el sistema comunista y, por consiguiente, con pleno conocimiento de causa, no han dudado en denunciar al sistema occidental como un nuevo sistema totalitario. Alexander Solzhenitsin retornó a su país disgustado por lo que había visto en Occidente. Y Alexander Zinoviev declara: “La implosión de los sistemas socialistas en los países del antiguo bloque soviético y en la URSS no ha conducido a una extensión de la democracia al estilo occidental, sino a una expansión del Occidente, que ha salido victorioso de la guerra fría y que ahora se encamina hacia un totalitarismo de un género particular (…) Por su naturaleza, sus actos y sus consecuencias, este nuevo totalitarismo es más terrible y más peligroso que sus antecedentes hitleriano y staliniano” (8). “Occidente –añade Zinoviev- no es algo ajeno a mí, sino una potencia enemiga” (9).

No fue exacto glosar el “fin de las ideologías”. “En realidad –sigue Zinoviev- la ideología, la superideología del mundo occidental, desarrollada en el curso de los últimos cincuenta años, es mucho más fuerte que el comunismo o el nacional-socialismo” (10). La ideología dominante es la ideología de la mercancía, sazonada con un discurso humanitario. La mundialización surge bajo el horizonte neoliberal de una doble polaridad de la moral y de la economía. En un lado, la referencia a los derechos humanos; en el otro, la obsesión por el productivismo, el crecimiento y el lucro. La primera sirve a la segunda. La retórica de los derechos humanos no tiene más objetivo que romper las resistencias a la mundialización y permitir la apertura de nuevos mercados: nunca se despliega con tanto vigor como contra aquellos que osan manifestar “alguna resistencia a los proyectos de gobierno global, oponerse aunque sea un poco al occidentalismo y al mundialismo” (Zinoviev). Por otra parte, la referencia a los derechos humanos nunca es objeto de una demostración argumentada: se plantea como una evidencia a la que es impensable no adherirse, evidencia dictada por un discurso oficial que admite cada vez menos ese “politeísmo de los valores” del que hablaba Max Weber. Los derechos humanos adquieren así el estatuto que en el sistema comunista correspondía al marxismo-leninismo.

Los media, que representan la “quintaesencia de la vida social en todas las manifestaciones de su subjetividad” (Zinoviev), juegan un papel esencial en la difusión de esta ideología. “Con el advenimiento de lo numérico y de lo multimedia –constata Ignacio Ramonet-, el sistema está en condiciones de difundir un mismo mensaje continuo y en directo al conjunto del planeta” (11). La información se ha hecho masiva al mismo tiempo que globalmente poco creíble: sobreabundante, selectiva e insignificante a la vez. En 1998, los medios de comunicación americanos dedicaron más espacio al asunto Clinton-Lewinsky que a todas las noticias de política exterior del año. Así,  paradójicamente, el individualismo desemboca en la anomia y en el conformismo de masa.

El pensamiento único es cada vez más único y cada vez menos un pensamiento. Su doble cimiento, ideológico y tecnomórfico, le lleva a no tolerar cuanto aún se expresa fuera de sus esquemas. No se dirige contra las ideas que considera falsas, lo cual exigiría saber refutarlas, sino contra las ideas que juzga “malas”. Esencialmente declamatorio e inquisitorial, el pensamiento único elimina las zonas de resistencia mediante una estrategia indirecta: marginación, espiral de silencio, difamación. Retomado por los adeptos de una anacrónica “vigilancia”, se alimenta a la vez de indignaciones rituales y de hipermoralismo, de renuncia a crear y de “furor de encontrarlo todo sospechoso” (Peter Sloterdijk). Así, en el momento de la guerra contra Serbia, Max Gallo constató la imposibilidad de mantener un “debate sereno” por causa de los aspavientos histéricos de “quienes han adoptado el espíritu de los cruzados en vez de la duda metódica y del espíritu crítico” (12). “La ‘fabricación’ de la verdad –escribe Bernard Dumont- prohibe legalmente decir ciertas cosas e incluso ordena no concebirlas, mientras neutraliza las otras ahogándolas en el oleaje relativista de las opiniones. La percepción de la realidad queda alterada, la frontera entre el mundo real y el mundo de la representación se difumina, el clima de mentira generaliza la sospecha y desemboca en la despolitización general y en un conformismo masivo, a la vez necesidad vital y premio de consolación de los individuos perdidos en la masa” (13).

Hace algo más de veinte años publiqué un libro titulado Visto desde la derecha. En su primera página escribía: “Personalmente, la cuestión de saber si soy de derechas o no me resulta completamente indiferente. Por el momento, las ideas que defiende esta obra están en la derecha, pero no son necesariamente de derecha. Incluso puedo imaginar perfectamente situaciones en las que podrían ser de izquierda. No serán las ideas las que hayan cambiado, sino el paisaje político el que habrá evolucionado”. Desde entonces, el paisaje político ha evolucionado profundamente. Yo he defendido constantemente a la derecha contra los ataques injustos de los que ha sido objeto, no por afinidades particulares con ella, sino porque detesto la injusticia. Hoy, no veo familia política alguna de la que pueda decirse que posee más que otras la solución a los problemas de nuestro tiempo. Las ideas justas y las críticas juiciosas emanan de los lugares más diversos del paisaje político. Pero, a la inversa, tanto en la izquierda como en la derecha encontramos idénticos defectos: la pereza intelectual, las referencias obsoletas, la inaptitud para ponerse a sí mismas en cuestión, la incapacidad para apreciar en su valor de novedad el momento histórico que vivimos. Las jeremiadas de derecha no valen más que los anatemas de izquierda.

Por lo demás, todas las familias políticas tradicionales están en crisis. La derecha parlamentaria ha manifestado en el curso del último decenio una inextinguible sed de no-ser. Privada de identidad, sin saber qué decir ni qué defender, hoy ha alcanzado un punto de descomposición extrema. La derecha radical, por su parte, jamás ha logrado librarse de sus nostalgias, sus rencores y sus fantasmas. Como un disco rayado, recicla perpetuamente el mismo discurso, las mismas referencias, sin comprender qué es el trabajo del pensamiento ni percibir que el mundo ha cambiado. Incapaz incluso de decir claramente qué tipo de régimen político quiere, la derecha radical no es más que el coche-escoba de los años treinta. En cuanto a la izquierda clásica, ha terminado de romper definitivamente con lo que durante un siglo ha sido la aspiración al socialismo. De vuelta de sus ilusiones, convertida a la economía de mercado, ha rebautizado a su oportunismo como “realismo” y aún no ha dejado de renegar de todos sus principios después de haber visto como todos sus modelos naufragaban. La extrema izquierda, por último, está empeñada en reducir la política a la guerrilla filantrópica. “La ‘revolución’ –escribe Pierre Raynaud- se ha convertido en el suplemento de alma del radicalismo democrático y en el medio más seguro para que los militantes disimulen los lazos íntimos que unen sus propias reivindicaciones igualitarias con el desarrollo de la sociedad liberal” (14).

Ya sea a propósito de la guerra del Golfo o de la reunificación alemana, del conflicto de Kosovo, de la construcción de Europa, de la extensión de los mercados financieros, de las biotecnologías o de la Carta de las lenguas regionales, todas las familias políticas se hallan igualmente atravesadas por nuevos puntos de ruptura. Jamás ha habido tantas derechas y tantas izquierdas diferentes. Las propias palabras de “derecha” e “izquierda” pierden su sentido porque cambiamos de época. Las temáticas y las ideas viajan de un lado a otro del tablero político, provocando reagrupamientos inesperados y dejando prever la aparición de nuevas síntesis. La izquierda separada del comunismo evoluciona invenciblemente hacia el liberalismo, mientras que el comunismo separado de la izquierda evoluciona hacia el nacionalismo. El “sin-fronterismo” liberal retoma la aspiración “progresista” de acabar con las identidades colectivas: nadie es más “ciudadano del mundo” que el capital. Ha sido bajo gobiernos de izquierda, desde 1983, cuando los patrimonios han conocido su más fuerte progresión, hasta el punto de superar en volumen al conjunto de los salarios, las pensiones y las rentas. Y son los partidos socialdemócratas, responsables históricos de la financiarización de la sociedad, los primeros en ejecutar una política de desmantelamiento social destruyendo, en todos los países, lo que aún se sustraía al poder del capital.

El liberalismo es lo contrario de la democracia en la medida en que es intrínsecamente destructor de la identidad y de la cohesión política y social de los pueblos. Lo que hoy necesitamos es, ante todo, más democracia concreta. Tal democracia no puede ejercerse sino desde la base, en el seno de comunidades que dispongan de nomoi específicos, es decir, de valores compartidos. Aquí habría que inspirarse en el modelo propuesto por Altusio ya en el siglo XVI: amplia autonomía en todos los niveles, democracia participativa y directa, reorganización federal de la sociedad y aplicación sistemática del principio de subsidiariedad, según el cual cada nivel sólo delega en el nivel superior los problemas que no puede resolver por sí mismo. La gran fractura de los próximos decenios ya no pasará por la oposición entre derecha e izquierda, sino, más probablemente, por la oposición entre liberales y comunitarios, es decir, respectivamente, aquellos que conciben la vida en sociedad como emancipación de todos los lazos sociales, culturales y religiosos, y aquellos otros para quienes, por el contrario, el individuo sólo puede ser comprendido dentro del contexto de sus vínculos de pertenencia. Esta fractura engloba y recubre otras democracia representativa y democracia participativa, humanidad y comunidad, individuo y persona, liberación y libertad, antifascismo y antitotalitarismo, humanitarismo y solidaridad, tolerancia y reconocimiento, rechazo de las diferencias y rechazo de la homogeneización del mundo, unión de Europa como etapa hacia la mundialización y unión de Europa como medio para resistirse a ella, etc. Todas estas oposiciones florecerán en los años venideros.

Con excepción de los ecologistas auténticos, hoy ningún partido propone ya una verdadera reorientación de la sociedad. Todos rivalizan sobre la mejor manera de gestionar el modelo social establecido. Entre los jóvenes, particularmente, lo que ha desaparecido no es la voluntad de compromiso ni la capacidad de entrega de sí, sino la exigencia intelectual necesaria para concebir una alternativa y la voluntad de abatir el sistema dominante. Los estudiantes ya no se manifiestan para cambiar la sociedad, sino para que les resulte más fácil integrarse en ella. Cuando se piensa en el futuro, se hace bajo el horizonte de la fatalidad.

Pero no hay fatalidad. Sólo hay valores y fuerzas. El librecambio es a la vez el principal motor de la creación de riquezas y el principal destructor de instituciones tradicionales, de formas culturales y de identidades colectivas. El juicio que sobre él formulemos dependerá de cuáles son nuestras prioridades. ¿Es la modernidad occidental el horizonte insuperable y la suerte última de la humanidad? ¿Las fuerzas productivas deben crecer indefinidamente? ¿Y qué pasará si siguen haciéndolo al mismo ritmo? ¿Estamos dispuestos, no ya a cambiar la naturaleza, sino a cambiar de modo de vida para salvaguardar la naturaleza? Estas son sólo algunas de las preguntas que bien pronto tendremos que plantearnos. Se trata de rehacer unas sociedades que ya no estén desposeídas de sí mismas, es decir, sociedades más autónomas, más libres, más auténticamente creadoras, en las que cada cual pueda participar concretamente en los asuntos comunes. Y no llegaremos a ellas con invocaciones al pasado o acampando sobre ruinas. El primer precio que habremos de pagar por la libertad es la destrucción de lo económico como valor central de una sociedad que no puede quedar reducida a un mercado. ¿Quién lo quiere? ¿Quién está dispuesto a aceptar las consecuencias?

La caída del Muro de Berlín no sólo ha supuesto la reunificación de Alemania y de Europa. También ha significado el fin del siglo XX y, más allá, el fin de la modernidad. No me ha gustado este siglo que acaba de terminar: empezó siendo el siglo de los entusiasmos decepcionados y de las esperanzas traicionadas, y cuando los intereses sustituyeron a los valores, ha terminado siendo el siglo de la mentira, del conformismo generalizado y de lo que Baudelaire llamaba el nihilismo complaciente. Ayer vivíamos la hora de los Estados, las naciones y los pueblos. Hoy hemos entrado en la era de los continentes, las comunidades y las redes. La revolución ya no es posible, pero la revuelta lo es más que nunca. En cierto modo, el futuro pertenece a los rebeldes.

(1) Alexander Zinoviev: La grande rupture. Sociologie d’un monde bouleversé, L’Age d’homme, Lausana, 1999, p.37.

(2) “La gauche ingrate”, en Le Monde, 8 diciembre 1999, p.18.

(3) “Fonds de pension: l’invasion expliquée”, en Le Monde, 7 diciembre 1999.

(4) Dialogue, L’Aube, París, 1999, p.11.

(5) Cf. Zaki Laïdi: La dérégulation de la guerre et du travail”, en Libération, 13-14 noviembre 1999.

(6) Cf. Eric Werner: L’avant-guerre civile, L’Age d’homme, Lausana, 1998.

(7) Raoul Vaneigem: Pour une internationale du genre humain, Cherche-Midi, París, 1999, p.89.

(8) “Une guerre contre l’Europe”, Le Monde, 25 mayo 1999.

(9) La grande rupture, op.cit., p. 90. Cf. también “Pourquoi je rentre en Russie”, Le Monde, 30 junio 1999.

(10) “L’Occident est devenu totalitaire”, Le Figaro-Magazine, 24 julio 1999.

(11) “Le nouveau ordre global américain”, Politis, 8 julio 1999, p.36.

(12) “Le nouvel opium des intellectuels”, Le Figaro, 17 mayo 1999.

(13) “Variations démocratiques”, Catholica, otoño 1999, p.86.

(14) “Les nouvelles radicalités. De l’extrême gauche en philosophie”, Le Débat, mayo-agosto 1999, pp. 90-116.

(15) Cf. Marcello Veneziani: Comunitario o liberal, Laterza, Bari, 1999.

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