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  • Abrazando al Imán: Los dioses han atendido nuestras plegarias

    Abrazando al Imán: Los dioses han atendido nuestras plegarias

    Yolanda Couceiro Morin

    La Tribuna del País Vasco


    Cuando aún no nos habíamos repuesto del terrible atentado en Barcelona, que no por esperado (ya sabíamos que podía pasar algo así) es menos doloroso, nos sorprenden los medios con una noticia, esta sí, completamente inesperada y que ha desatado reacciones encontradas y opiniones opuestas en las redes sociales y comentarios digitales: el padre de una de las víctimas, un menor de tres años, "sentía la necesidad de abrazar a un musulmán", y así lo ha hecho, en una puesta en escena que ha conseguido una efímera atención mediática.


     
    Sobra decir que los medios digitales, tanto redes como diarios, han ardido, metafóricamente claro, en
    comentarios a favor y en contra, desde quienes han llamado al padre de todo menos bonito hasta apoyos incondicionales a su gesto de "acercamiento" a la comunidad musulmana. Seguramente, en este momento al lector le vienen a la memoria muchos de ellos, todos, evidentemente, fundamentados en la cuerda ideológica de sus autores. Y no hay que ser un experto en el tema para decir que, por regla general, lo que venimos llamando "el progrerío" (buenistas incluidos) se ha desecho en alabanzas ante semejante ejemplo de "tolerancia y de acogida", mientras que los defensores de la identidad propia y críticos con la invasión y el multiculturalismo impuesto por las elites han criticado sin piedad y con bastante dureza, todo hay que decirlo, semejante aberración.


     
    Porque no nos engañemos:
    desear abrazar a los que predican la ideología en cuyo nombre han matado a tu hijo es una aberración, sean cuales sean tus principios y tus valores. Es algo completamente antinatural. Algunos lo excusan diciendo, machacona y vanamente, que el terrorismo islámico es una mala interpretación de las enseñanzas mahometanas, que en realidad, los terroristas son fanáticos que no han entendido absolutamente nada. Cabe responder que lo único cierto en todo esto es que unas personas que profesan una fe concreta, y en nombre de ésa fe, e insisto en lo de "ésa" fe, matan. Si han entendido mal algo, ¿no sería bueno que los que sí la entienden perfectamente les expliquen cómo deben interpretarla? Pregunta vana, pues la mayoría de esos que, al parecer, no han entendido bien las enseñanzas del Profeta, han sido inducidos a "error" por imanes y clérigos varios. Suele ser en las mezquitas donde esos "malos" o "falsos" musulmanes se fanatizan hasta el crimen. Ciertamente, cuesta creer que tanta gente malinterprete la fe islámica aquí y en todo el planeta, y sobre todo, cuesta creer que los que sí dicen entenderla no hagan nada por evitar esa perversa transmisión que lleva a tantas "malas interpretaciones" y en consecuencia, a tantas muertes. Pero bueno, ese es otro tema, y no es el tema que interesa para este artículo.


     
    Lo que nos ocupa ahora es que el padre de un niño asesinado en nombre de una ideología religiosa (no olvidemos que el islam no es sólo una religión, sino también un sistema jurídico-legislativo que abarca todos los aspectos de la vida) decida abrazar a un representante de la ideología en cuyo nombre se mató a su hijo.
    En todo caso, cualquier persona medianamente cuerda estará de acuerdo conmigo en que una cosa es perdonar y otra muy distinta abrazar. Y una cosa es hacerlo en privado y otra muy distinta delante de los medios. Convertir en un espectáculo esa escena que no debiera haber salido nunca del ámbito privado desvela la impostura de este episodio. Aquí ha habido más ganas de exhibir que de ejercer. Estas cosas se hacen en casa, no sobre un escenario.


     
    Algunos interpretan que ha sido el dolor el que ha cegado a este hombre y lo ha "enajenado", en sentido literal (es decir, le ha hecho perder literalmente la razón). Pero no es cierto. El dolor te puede llevar a hacer cosas extrañas: ir de peregrinación a un templo budista, refugiarte en actividades diversas, o al contrario, encerrarte en ti mismo, desear la muerte de otros o la tuya, vengarte o meterte en un monasterio... Probablemente todos conocemos casos variados, ya que por desgracia, todos, más tarde o más temprano acabamos pasando por la dura separación de la muerte. Pero lo que no hace nadie normalmente constituido es algo antinatural al orden de las cosas, al orden de la naturaleza, al orden de la razón o de los sentimientos. El dolor saca lo que tenemos en nuestro interior o al contrario, lo esconde, pero no "inventa" algo que no está en nosotros.


     
    No es, definitivamente, el dolor, sino la ideología, lo que ha llevado a este hombre a actuar así. Y aunque hay mucha tela para cortar en el tema psicológico, sociológico, y especialmente, moral, no vamos a ahondar demasiado en estos conceptos, que pueden ser relativos e incluso cambiantes según los tiempos y las modas, el fondo ideológico del practicante y la cultura que los sustenta.


     
    Porque, y esto es lo primero, debemos recordar que la realidad se interpreta desde una ideología y un sistema de valores concreto. Y no conocer cómo piensa el otro pero sobre todo, por qué lo piensa, es generalmente una fuente permanente de conflictos. Los musulmanes están convencidos, lo repiten de generación en generación (y basta simplemente escucharlos), que Alá les ha prometido que les devolverá su añorado Al-Ándalus. Para conseguirlo, Alá ha optado por cegar a todos los occidentales, por nublar su entendimiento para que, sin resistencia ni lucha, los propios occidentales se sometan finalmente al islam.
    Todos nuestros gestos de acercamiento, de tolerancia, de respeto, son interpretados desde esa óptica como una prueba de sumisión pura y dura a la voluntad de su Dios. Nuestra decadencia, nuestra tolerancia sin reservas, nuestra propia división interna, nuestra deriva, en definitiva, que no son sino señales de nuestro final como civilización, son, vistos por ellos, señales de que se está cumpliendo su promesa de Alá de devolver Al-Ándalus a los descendientes de quienes la perdieron.


     
    Y si bien la realidad se ve según el color del cristal con que se mira, decía un sabio refrán, no es menos cierto que Occidente está pecando de ver todo bajo un cristal concreto: el que los medios, obedeciendo a las élites que les mantienen, nos quieren mostrar. Todo parece ser del color que nos dicen. Compartir la foto de un niño ahogado en una playa es tomar conciencia de nuestra culpa en la tragedia por querer cerrar fronteras; mostrar la foto de un niño asesinado en Las Ramblas de Barcelona es una falta de respeto a la familia. Protestar por el asesinato de inocentes es islamofobia, pero matar inocentes es una mala interpretación de un libro (supestamente) santo. Acoger refugiados es nuestro deber porque son los débiles, los parias de la tierra, los necesitados. Pero si los refugiados no son refugiados, los débiles no son tan débiles, los parias de la tierra en realidad están subvencionados hasta el más mínimo detalle y los necesitados son los españoles, entonces eres un facha xenófobo y hay que acusarte de delito de odio.


     
    El problema de la realidad es que es tozuda y no se aviene a modas ideológicas. Al contrario, va por libre y se manifiesta con toda su crudeza y veracidad. Y si la realidad no coincide con lo que pensamos, no cuestionamos nuestras creencias ni nuestra interpretación: cuestionamos la realidad. Así de simple. Y eso lleva a un desconcierto tremendo a los defensores de la multicultura, de la invasión programada, de los "no borders", de todos somos legales y demás hierbas. Esta incapacidad para entender la realidad y para explicarla nos lleva a una eszquizofrenia permanente, una inversión absoluta de valores y roles: no es el musulmán el que ofrece su consuelo al padre de la víctima, también víctima en cierta manera. Es el agredido el que pretende llevar consuelo al que practica la ideología del agresor. Insisto: si son malas interpretaciones no es cosa mía, en todo caso, debería ser cosa de ellos el llevar a los equivocados por el buen camino. Los que matan piensan que lo hacen por una buena causa. Los que mueren no pueden elegir.


     
    Dentro de esa inversión de valores y roles tenemos la más grave de todas en el desquiciamiento de una sociedad que hace más fuerte a los asesinos cada vez que recibe un golpe mortal. Matan a sus hijos, y la sociedad abraza a los que representan a la ideología que promueve el asesinato. Matan a sus hijos, y la sociedad se vuelca en manifestaciones en las que grita "No a la islamofobia", en vez de "No al terrorismo islamista" (o incluso "No al terrorismo" a secas). Matan a sus hijos y la sociedad se afana en poner lacitos negros, ositos de peluche, velas, eslóganes bien intencionados pero completamente estúpidos e inoperantes. Matan a sus hijos y la sociedad mira para otro lado mientras afirma "no tengo miedo" e inventa cualquier tipo de excusas para lo que no tiene ninguna: el asesinato de inocentes. Matan a sus hijos, y la sociedad se divide entre los que buscan excusas y piden abrazar a un imam y entre los que no queremos más excusas ni nos interesa saber por qué lo hacen: lo que queremos es detener estas orgías de sangre y dolor y no precisamente con abrazos a imames, con lazos negros, flores, o eslóganes estúpidos.


     
    Necesitamos detenerlas con unidad y con firmeza. Pero una sociedad dividida es una sociedad que cae fácilmente en las garras de los depredadores que intentan destruirla. Y lo están consiguiendo. Pronto, todo aquel que lamente los muertos de un atentado islamista será directamente acusado de delito de odio, quizás por los propios familiares de las víctimas mortales.
    Pronto ni siquiera tendremos el derecho al dolor y a exigir una solución, nos tendremos que acostumbrar a que Europa ya no va a ser Europa, a que cualquier ciudad, cualquier país, cualquier día, puede convertirse en un baño de sangre y dolor. Lo han dicho ellos mismos. De hecho, hasta el alcalde de Londres sugirió que nos fuéramos acostumbrando a esto. Preferimos los sentimientos a los hechos, la emoción a la razón, y cuando esto sucede, la sociedad se desnorta y pierde su rumbo. Una empresa no se rige con emociones. Un país no se gobierna con emociones. Una sociedad no se mantiene con emociones.


     
    Dentro de esa borrachera de emociones y sentimientos, destacamos el grito de "No tengo miedo", tan unánime como absurdo, puesto que el hecho de tener o no miedo no viene a cuento en esta guerra que no reconocemos siquiera.
    Y sin embargo, haríamos bien en tener miedo: miedo de nuestra estupidez, miedo de nuestra tolerancia suicida, miedo de nuestra soberbia, miedo de nuestra ceguera, miedo de nuestra falta de compresión de los otros que vienen de una concepción de valores y del mundo completamente diferente, y en muchos aspectos, absolutamente contraria a la nuestra. Sí, haríamos bien en tener miedo de los propios españoles que gritan "no a la islamofobia" en vez de gritar "no al terrorismo", de los españoles que manifiestan compasión por los familiares de los asesinos sin manifestar la menor condolencia a los familiares de los muertos. Sí, haríamos bien en tener miedo de nuestra sociedad fragmentada, dividida, quebrada, de una inversión de valores en la que el que defiende a los suyos es un fascista al que hay que perseguir, mientras que el que ayuda a los extraños a costa de los cercanos es el solidario, el bueno, el ejemplo. Sí, haríamos bien en tener miedo de esta sociedad perdida, estupidizada, abducida por los cantos de sirena del multiculturalismo, de la convivencia, de la diversidad. Sí, haríamos bien en tener miedo de nuestra cobardía, que disfrazamos de tolerancia, y de nuestra necedad, que disfrazamos de solidaridad. Sí, haríamos bien en tener miedo de un pueblo que, al verse golpeado por el terrorismo, prefiere consolar a los familiares de los asesinos en lugar de hacer justicia para los que han muerto, e incluso para los que siguen vivos. Pero como decía Goethe, "contra la estupidez hasta los dioses luchan en vano".


     
    Los gestos simbólicos no han perdido su importancia en nuestros días, y menos frente a otras culturas que les conceden mucha mayor consideración que la nuestra. Se abraza al amigo, al hermano, al semejante, no al ladrón que te roba, al violador que te asalta, al asesino que pretende matarte. El abrazo implica cercanía, conocimiento, afinidad: no se abraza al desconocido que te acaban de presentar, ni al jefe en el trabajo, no abrazas al inspector de Hacienda que te investiga ni al policía que te pone una multa por aparcar mal. Abrazas a tus colegas, a tus compañeros, a tus amigos, a tu familia: a los tuyos, y nada más que a los tuyos. Nuestro lenguaje simbólico actual parece ser incapaz de ir más allá de velas, flores, frases hechas y lazos negros, peluches de Walt Disney, olvidando que los gestos implican algo. Y más cuando esos gestos no se hacen en la intimidad, como ha sido el caso, sino con un fuerte despliegue informativo encargado de dar cobertura masiva a un hecho positivamente enfermizo.
    ¿Qué interés tenía el circo mediático que acompañaba al evento del abrazo? ¿Qué interés había en que se enteraran los medios, los españoles y el mundo entero? Podemos buscar tantas interpretaciones como queramos, y seguramente acertaremos con muchas de ellas. Pero no vamos a caer en esas disquisiciones sean morales (que corresponden a la conciencia de los autores), psicológicas (aunque habría mucho que decir a ese respecto) o sean del tipo que sean. Lo único que nos interesa es el mensaje que se lanza. No tanto las palabras del padre del niño muerto, que afirma (y esto es textual): "comparto el dolor con los familiares de los terroristas" (¿?); no tanto el que diga que "Somos personas. Somos muy, muy, muy, muy, muy personas", sea lo que sea lo que quiso decir con esta extraña palabrería. No. El mensaje es el gesto en sí, aun sin palabras, y si el gesto necesita hacerse público, es para que el mensaje quede claro. Y el mensaje es: "Siempre buscaremos una excusa al terror. Siempre encontraremos una excusa al terror. Siempre daremos una excusa al terror".


     
    Oscar Wilde pone en labios del protagonista de su obra "Un marido ideal" la frase siguiente: "Cuando los dioses quieren castigarnos, atienden nuestras plegarias".
    Hemos querido, hemos soñado, con ser más tolerantes que nadie, más buenos que nadie, más acogedores que nadie, más solidarios que nadie, en definitiva, ser un ejemplo de la perfecta sociedad, de la humanidad ideal, aunque nos costara la vida, el futuro de nuestros hijos, nuestra propia civilización... El sueño se ha cumplido. Definitivamente, los dioses han atendido nuestras plegarias.